La dimensión legal y moral de la violencia
En el final de ETA «el cambio de método significa dejar de matar, una buena noticia para los vivos, pero ¿qué pasa con los muertos, asesinados por nada? ¿Cómo se repara lo irreparable? La memoria de esos sufrimientos debe formar parte de la condena al rechazo de la violencia presente y a la condena de la violencia futura»
REYES MATE
Miércoles, 2 de marzo 2011, 01:28
En este final de ETA, donde se acumulan las noticias sobre la banda terrorista y su entorno, convendría distinguir dos tipos de debates. Una cosa es, en efecto, lo relativo a la legalización de Sortu, la nueva marca electoral de la vieja Batasuna, y otra, los pasos morales que haya que dar para suturar las fracturas que la violencia etarra ha causado en la sociedad vasca.
Que sean dos debates diferentes lo prueba el hecho de que exetarras como Txelis, el dirigente que dio la orden de matar a Yoyes, o Valentín Lasarte, el asesino de Gregorio Ordóñez, busquen el perdón de las víctimas después de haber abandonado la banda y reconocer sus crímenes. Son dos debates diferentes porque la dimensión moral del crimen alcanza mucho más que el código penal. Puede uno cumplir sus penas, estando ya en paz con el derecho, y, sin embargo, tener pendiente las exigencias morales para con la virtud de la justicia.
Dos niveles diferentes del mismo problema pero íntimamente relacionados . Para la legalización de cualquier partido político, la ley democrática exige algo tan elemental como reconocer que los conflictos se resuelven hablando y no a puñetazos o haciendo hablar a las pistolas. Sortu toma buena nota de ello y por eso escribe en el artículo tercero de sus estatutos que «desarrollará su actividad desde el rechazo a la violencia como instrumento de acción política... rechazo que , abiertamente y sin ambages, incluye a la organización ETA en cuanto sujeto de conductas que vulneran derecho y libertades fundamentales de las personas». Para un mundo tan visceral como éste hay que reconocer que el rechazo a ETA tiene su valor, pero ¿tiene credibilidad? ¿rechazan la violencia terrorista porque realmente vulnera los derechos fundamentales de la persona o porque hace mucho frío fuera de las instituciones?
La credibilidad tiene un componente moral. La sociedad, que es quien concede el crédito, tiene que percibir que a Sortu le mueven razones morales en el rechazo a la violencia. Y hay dudas razonables de que tal sea el caso. Si los integrantes de Sortu han llegado a la feliz conclusión de que la violencia en democracia es repudiable, deberían entender que lo es ahora y antes. No es la violencia la que ha cambiado de naturaleza, que sigue siendo la misma, sino ellos, pero entonces deberían concretar su conversión con un rechazo total a la misma, es decir, a la que pueda ejercer ETA a partir de ahora y a la que ha practicado hasta ahora. No les tiene que resultar fácil pues para hacer creíble la condena a la violencia futura tienen que condenarse a sí mismos en tanto en cuanto han, al menos, aplaudido el terror que ahora anatematizan. Como dice Maite Pagazaurtundúa «la condena del pasado y la petición de disolución de ETA sería el principio de algo sólido. Ese es el umbral en el que hay que empezar a trabajar».
Las asociaciones de víctimas de ETA redactaron en diciembre pasado un documento conjunto, entregado luego a los responsables políticos, en el que señalaban la importancia de la condena de ETA y no solo de la violencia etarra: «tal condena», decían, «debe ser exigida como uno de los mínimos sin cuyo cumplimiento no es posible ni reinserción particular alguna ni participación en el juego democrático». No han faltado voces que descalifican este exigencia por poco realista y superflua dado que si ahora ETA y su entorno renuncian a la violencia, sin contrapartida política, señal clara es de que dan por perdidos esos «cuarenta años de sangre». Esta argumentación no se sostiene porque es verdad que al rechazar la violencia se anuncia un cambio de estrategia. Pero ese cambio estratégico no es comparable al cambio de un método de trabajo por otro: por ejemplo, que en lugar de la inducción, la deducción; o que en lugar de defender el principio de la igualdad, cambiamos por el de la diferencia. El cambio de método que nos ocupa significa dejar de matar, una buena noticia para los vivos, pero ¿qué pasa con los muertos, asesinados por nada? ¿Cómo se repara lo irreparable? La memoria de esos sufrimientos deben formar parte de la condena al rechazo de la violencia presente y a la condena de la violencia futura.
También tiene la credibilidad un componente político, como no deja de señalar alguien tan fiable como Joseba Arregi. El origen político del terrorismo etarra reside en la inveterada dificultad que tiene el nacionalismo en entender el pluralismo estructural de la sociedad vasca. ETA ha matado porque estaba convencida, como su entorno, que en el País Vasco hay vascos de verdad y españoles; están los de aquí y los de allí. Con el añadido de que unos están adornados con todas las virtudes de una mitología de bolsillo y los otros no son de fiar. Entiéndase bien: no se pide a Sortu que deje de ser nacionalista sino que revise los gérmenes letales que han incubado la violencia. Iniciar esa reflexión es otro elemento que daría crédito al artículo tercero de sus estatutos.
En el supuesto de que los estatutos cumplieran honestamente las condiciones legales, quedaría un largo camino moral que algunos, como Txelis y Lasarte, dicen estar dispuestos a andar y que no podemos desoír.