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Blanca, con sus pequeños y algunos de sus vestidos de trabajo.
El arco venció a la pipeta

El arco venció a la pipeta

Blanca Sanchís Molina. Segundos violines

Victoria M. Niño

Lunes, 20 de abril 2015, 19:01

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Es difícil sustraerse a la seducción de un mostrador, parapeto desde el que satisfacer los deseos de quien quiere lo que tú tienes. Si encima eres una niña y tu tía boticaria te otorga poderes, el juego determina la inclinación profesional. Por eso Blanca quiso ser farmacéutica, por eso ingresó en aquella facultad, siendo la música su hobby. Pero antes de acabar el curso, la balanza cambió de inclinación. Desde 2003 forma parte de los segundos violines de la Orquesta Sinfónica de Castilla y León.

No llegó a hacer puntas, pero el primer recuerdo de un escenario y una música de esta valenciana de Puçol le viene por el ballet. «Estábamos plegadas sobre nuestras piernas, con los brazos hacia abajo. Había un momento del Vals de las flores en el que debíamos levantarnos y yo tenía miedo de quedarme sola de pie, pavor a equivocarme delante de todos». El pánico escénico la retiró del baile sin sospechar entonces que se ganaría la vida frente al público. «Ahora me expongo dos veces por semana».

Antes del tutú, el padre de Blanca empezó a enseñarle nociones básicas de música, las que había recibido y rechazado de su abuelo. «Tenía unos métodos muy aparatosos y comencé también a tocar la flauta dulce. Entonces no había escuela de música en mi pueblo, daban clase en un mercado parecido al del Val, en la parte de arriba por las tardes. Cuando el profesor, un señor mayor, nos hizo la prueba de ingreso, les dijo a mis compañeros esta chiquita sabe más que todos vosotros juntos, pero me mandó a casa porque era muy pequeña. Volví y entré al año siguiente».

Aquella escuela ofrecía instrucción en instrumentos de viento y piano. «Como no me gustaba ningún viento, estuve dos años al teclado». Hasta que en el conservatorio pudo elegir y el padre le condujo hacia la cuerda. «Mi primer profesor de violín fue un polaco muy serio, al que nunca vi sonreír. Era duro, pero me fue bien». Recuerda aquellos años de estudiar «lo justo, para mí era un hobby» hasta que probó el adictivo sonido orquestal. «Entré en la orquesta del conservatorio, aquello era lo más. Me encantó tocar con mis compañeros. Además hacíamos muchas giras, fuimos a Japón, Filipinas, Singapur, Grecia, Italia...».

Blanca quería ser farmacéutica y llegó a la universidad. «Mi idea era compatibilizar la música con Farmacia, hice el primer curso y ahí la balanza se decantó. Me di cuenta de que quería ser música. Lo difícil era decirlo en casa, entonces no era una elección muy usual y en mi familia no había antecedentes. Mis padres me pidieron que terminara primero, por si quería retomarlo en algún momento. Pero no pasé de ahí, a partir de entonces ya solo fue el violín y la música».

A la del conservatorio le siguió la Joven Orquesta Nacional de España (JONDE), que afianzó su gusto por el repertorio sinfónico. Tchaikovsky seguía en sus oídos, pero ya no se sentía sola en el escenario. Prefirió tocar la música de los ballets que darlos vida con su cuerpo. «Fui a estudiar con José Luis García Asensio a Londres. Él era profesor de la Reina Sofía pero como tienen exclusividad no podía enseñar en ningún otro centro, y como residía allí, iba una semana cada mes a estudiar».

El frío de octubre

Esa fue la primera salida del nido familiar de la jovencita Blanca. «Siempre estuve en casa, para mí la familia era importante, allí estaba muy bien». Hasta que llegó el tiempo de las pruebas. «Me animó mi profesor y mis amigos». Había audiciones en una ciudad lejos, en Valladolid. «Vinimos cinco en un coche, con nuestros instrumentos. Mi idea era probarme un poco, no estaba preparada para ganar nada». El primer día se encontró a la puerta del Lope de Vega con 150 músicos, eso que habían renunciado otros cien que estaban apuntados. «En la primera ronda cayeron mis amigos, y yo pasé, así que los demás se fueron. Llegué a la final, pero no gané. Nada más llegar de vuelta a Valencia me llamó Juan Aguirre para ofrecerme un contrato de un año. Yo ya estaba con mi familia e iba a decir que no, cuando mi padre me advirtió que era trabajo. Tenía 24 años cuando me vine y me quedé». A los seis meses de estar en la OSCyL, salió la plaza y «ahí ya estaba mentalizada para ganar. Me presenté y esa vez sí la logré». El primer octubre casi muere congelada, «cada vez que había sol íbamos Pilar (Cerveró, chelista) y yo a la playa a coger el sol. Ahora lo paso mal en Valencia por el calor».

La Sinfónica de Castilla y León fue su trabajo y el lugar de encuentro con su marido, otro valenciano de un pueblo a 20 kilómetros de Puçol y con similar biografía musical con unos años de antelación. Emilio y sus dos niños le han curado su pesimismo obsesivo y rebajado su nivel de exigencia. «Ser perfeccionista es bueno en cierto aspecto, pero cuando es exagerado se convierte en problema». Se confiesa dubitativa, aunque los vestidos negros la atrapan de tal modo que ahí no cabe la duda. «Creo que es parte de nuestro trabajo, ir elegantes, acorde con el frac es la norma. Me gustan mucho los vestidos negros». Aunque ahora los gustos estéticos, la lectura o el tiempo de estudio está determinado por los infantes de la casa.

Amante de la mascletá y el ruido, son las comidas familiares de los domingos lo que añora, ver a sus tres abuelos nonagenarios. «Estoy en un momento en el que valoro poder dedicarme a lo que me gusta, contenta con vivir aquí». Sigue sin gustarle el vino, pero sí la gastronomía castellana. Cuando vuelva a tener tiempo propio le gustaría retomar las zapatillas de ballet y meterse de lleno con sus compañeros e Il Giardino Armonico en el barroco. De la farmacia, ya ni se acuerda.

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