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Hugo, el por poco tiempo hijo único de Virginia, arriesga la viola de su madre, que tira sonriente de ambos.
Una alumna aventajada
Los músicosde la OSCyL en el camerino

Una alumna aventajada

Virginia Domínguez. Viola

Victoria M. Niño

Lunes, 30 de marzo 2015, 14:50

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La obsesión es una enfermedad largamente relacionada con los músicos y fácilmente explicada por la exigencia del instrumento. Pero a toda regla le crece la excepción. Virginia Domínguez, de profesión violista, de vocación vitalista, es el caso. Sus profesores la empujaron hacia la carrera de solista, pero no pudieron torcer su voluntad, tocar en una orquesta. Desde 2011 su silla está en la Sinfónica de Castilla y León.

«Fue mi año», dice sonriendo. Cerró la pesadilla de convalidación de títulos y entre Málaga y Valladolid se quedó con la segunda. «No lo dudé, esta orquesta es una pasada. Mi novio prefería Málaga, por la playa». El equilibrio entre las decisiones personales y las profesionales es la constante de esta madrileña que aprendió pronto a tomarse la vida y la música con cierta filosofía.

«Conocimiento no es lo que el maestro enseña sino lo que el alumno aprende», reza el aforismo. Virginia cogió una viola casi por casualidad. A los ocho años en su casa le ofrecieron los deportes, el inglés o la música y sin dudarlo empezó en la escuela de música de Alcorcón. «Me fue muy bien el primer año de solfeo y en seguida me enganché».

Aunque ahora dice orgullosa que es una de las pocas violistas que lo han sido desde su primer año de práctica, que no ha cambiado de instrumento, su preferencia inicial fue el arpa. «Luego me gustaba el violín o el piano, pero no había plazas. Mi padre quería la guitarra pero a mí no me gustaba nada y al final fue la viola porque nos recomendaron a la profesora. Era tan buena que el primer año empezamos seis y al siguiente 40». Reme primero, Alberto después, son profesores que luego fueron amigos. «Ella me llevó por los conservatorios de Madrid para que eligiera. Acabé en el Teresa Berganza». Y de allí, a la Escuela Reina Sofía, la única pica en la elite internacional que tiene España. Allí estudió con Gérard Caussé. «Fui para dos años y me quedé otro. En el primer año aprendí mucho, tenía una posición muy descolocada. Ya en el segundo me dieron dos conciertos como solista, fui alumna destacada. Todo iba muy bien musicalmente pero notaba que tenía que salir. Contacté con una profesora japonesa que había tenido en una master class y me había encantado, era Nobuko Imai y esperé hasta que fue a dar clase a Ginebra».

Tres años en Suiza con la «impresionante japonesa. Era una mujer salida de la nada, muy luchadora. Cuando comenzó a tocar el concierto de Bártok se fue a Hungría a ver a un hijo del compositor, a discutir sobre por qué se empeñó en acabarlo. Le preocupa mucho respetar los originales de las obras. Aprendí muchísimo».

Hasta que topó con la idea de Nobuko de «que solo formaba solistas porque para ella entrar en una orquesta era de mediocres. Yo le respondí que no era nada fácil, a mí me costó 16 pruebas. Le expliqué que prefería ser un músico de orquesta y ver a mi familia que no un solista que vive con la maleta en los aviones y no ve a su gente nunca. Ella guardó silencio. En tres años vi a su marido una vez y a sus hijos en foto».

No le gusta demasiado leer, la duerme. Pero suscribe, quizá sin saberlo, al Gil de Biedma de No volveré a ser joven: «Que la vida iba en serio uno lo empieza a comprender más tarde». Para esta violista la música es su apasionante profesión, algo que «llena mucho, es un idioma que te hace sentir todo, pero puede llegar a enfermar. Tengo una vida fuera de ella».

La entendió mejor el solista de la Filarmónica de Berlín, que en un curso en Oviedo la invitó a ir con él. «No me atraía nada Alemania. Ya había estado tres años fuera y para mí fue suficiente. Le dije que era un honor, pero no. Él lo entendió, era un hombre muy familiar».

La enfermedad la vio clara ya en el Reina Sofía. «Era un programa exagerado, había muchas asignaturas y aprendías mucho. Pero he llegado a entrar en cabinas de estudio con sangre en los pianos. Los rusos eran terribles, tenían una rivalidad ciega, pero es que viven así desde los cuatro años».

La vuelta a España, cargada con la disciplina y la sabiduría nipona, supuso el choque frontal con el Ministerio de Educación. «Solo me faltó denunciarlo. Antes de ir a Ginebra había preguntado por las convalidaciones y me dijeron que sin problema». Los seis años de educación elitista fuera del estándar se saldaron con tener que hacer el ciclo superior de nuevo. «Menos mal que encontré a Dimitri van Haderen, jefe de estudios en Salamanca. Tras dos cursos en Madrid, terminé el resto en Salamanca».

Su último año académico fue «una locura». Los estudios, el proyecto, las colaboraciones con la Orquesta Nacional de España y las primeras audiciones en pos de plaza. «En la Orquesta Nacional vi cómo no quería vivir. Siempre estaban preocupados por el trabajo, no por la música.Había gente con órdenes de alejamiento, no se puede vivir así».

En septiembre de 2011 comenzó a tocar con la OSCyL. Vino para un par de años y ahora no quiere pensar en volver a Madrid. Al siguiente año nació su hijo Hugo, desde entonces esta intérprete a la que la música le resulta fácil, que nunca tuvo que dedicar más de dos horas a estudiar, ha multiplicado su velocidad de comprensión. «Mi hijo me ha hecho una máquina de leer a primera vista cualquier partitura». Descubrir el mundo cada día con él se ha convertido en el hobby que ha desterrado el cine o los viajes. «Tengo ganas de llevarlo a la nieve, a la montaña», lo que viene siendo la sierra de Guadarrama para un madrileño.

Mirar las estrellas

De no haberse entendido tan bien con su instrumento, le hubiera tentado la astronomía. A esta mujer con los pies tan bien puestos en el suelo le gusta embelesarse con las estrellas. Tiene clavada la espinita del teatro. «Solo he ido tres veces, pero me flipó Paco León y la facilidad para improvisar. Me encantan los monólogos, me gustaría probarlo».

Tiene temple para ello, para el escenario en general. «Te acostumbras. Ahora se lo intento enseñar a mi hermana que prepara oposiciones». Su hermana, su familia, sus veranos forman parte de sus mejores recuerdos. Esa infancia feliz es lo que quiere para Hugo y para el bebé que viene. «Yo he tenido mucha suerte, me lo he currado durante 20 años, pero hay gente que haciendo lo mismo no la tuvo». Por eso cuando a Pocoyó le suceda el cine, pondrá a su recua en frente de su película favorita, La vida es bella.

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