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Pablo Sagredo, con una de sus esculturas, un músico tocando una flauta de pan. NACHO CARRETERO

El dueño de su tiempo

Pablo Sagredo, flautista de la Orquesta Sinfónica de Castilla y León

Victoria M. Niño

Jueves, 4 de septiembre 2014, 09:57

Antes que la emoción, antes que la técnica, lo que está llamado a dominar un músico es su relación con el tiempo. Antes que las notas, en los pentagramas hay una fracción que indica el compás y las líneas divisorias que los distribuyen. Esas son las reglas básicas del juego. Hay quien aplica eso a la vida, quien elige su compás en el que integra música y ruido exterior en vez de someterse al ritmo imperante. Pablo Sagredo milita sin nombrarlo en el movimiento slow, que anglicismo mediante viene a ser el cada cosa a su tiempo de nuestros mayores. Este flautista hace el trayecto Salamanca-Valladolid, por carretera primero y luego por autovía, sin que el regulador supere los 100km/h.

Tampoco ha cambiado de referencia geográfica por estudiar fuera, ni por tener silla en una orquesta a 120 kilómetros, ni su interés pedagógico en la infancia por lograr plaza en un conservatorio profesional superior. Pablo comenzó en Salamanca, abrió una escuela con sus amigos, formó una familia en un pueblo, y las circunstancias posteriores han ido sumándose. No es inmovilismo sino convencimiento.

El único músico castellano y leonés de la Orquesta Sinfónica de Castilla y León (OSCyL) tuvo un abuelo que tocaba el fliscornio en la banda de Briviesca (Burgos) y un padre que sentó al piano a sus ocho hijos. Dos se han acabado dedicando a este arte de forma profesional. «Me costaba el piano y me gustaba la flauta. Un año, al acabar el cole, me regalaron como premio una quena. Luego una travesera pequeña. Me acuerdo de que mi primera flauta costó 19.000 pesetas, tenía once años. Como no había profesor, comencé con el flautín de la banda militar de Salamanca. Me llevaban al conservatorio de Valladolid a examinarme. Esta carretera para mí representa los nervios de venir al examen y la parada con mi padre en el Montico. Aún hoy paro a veces para acabar con ese temor».

Estudiar en un vagón

Siguió estudiando por libre y acabó la carrera en Madrid. «Iba en tren, en aquellos vagones de compartimentos, había tan poca gente que podía tocar hasta las Rozas». Logró el premio especial fin de carrera, ganó el concurso de jóvenes intérpretes en Valencia «cuna de flautistas», pero quería saber más. «Había hecho dos cursos en Javea con el solista de la Ópera de París y me invitó a estudiar allí. También con otros profesores británicos que venían a la JONDE (Joven Orquesta Nacional de España), el único sitio donde coincidamos los estudiantes». En París certificó que la flauta podía resultar «impertinente» para la convivencia. «Viví los primeros días en la casa de un taxista que conocía mi padre, se ofreció a tenerme un mes. A los dos días de oírme tocar, me busco piso él». También aprendió de Trevor Wye, autor del manual de flauta universal.

Pablo y sus socios, hijos de un sistema demasiado libre en la formación y demasiado matemático en la evaluación, creían en otra manera de enseñar música. En 1984 abren en Salamanca la Escuela Syrix, un proyecto que ha sido la base de músicos como Clara Andrada (flauta solista de la Orquesta de la Radio de Francfort) y artista residente en el Auditorio Miguel Delibes. «La formación hoy está en contacto con la gente. Creíamos que hacía falta un cambio en la pedagogía musical. Entonces era disciplina espartana, con un método poco orientado al fin último, potenciar la sensibilidad del intérprete. La escuela fue la búsqueda de un equipo que no dependiese de nadie, un proyecto que demuestra que no hace falta ninguna subvención. La crisis quizá venga bien para recordar que lo importante son las personas. Si quieres algo, ponte a hacerlo en vez de quejarte».

Saben que dependen de «la economía de los padres y de su nivel educativo». Y es que «no todo el mundo entiende la importancia de la música en el desarrollo de la persona, un pilar para los griegos. Da una oportunidad distinta en el crecimiento de los niños, desde la armonía, el ritmo, la afectividad, cubre una laguna en la educación, centrada en lo intelectivo. Las clases de música son clases de vida». En esas clases de vida intentan «demostrar que hay maneras de crecer que no pasan por la competitividad, por pisar al otro, no preocuparse por ser el primero. Apostamos por valores como una solidaridad natural y hay pocos sitios tan buenos para experimentar eso como la música». Porque Sagredo está convencido de que «la gente tiene la música dentro y de lo que se trata es de provocar que salga. La enseñanza es un juego donde recibes al alumno e intentas transformarlo para que aproveche lo mejor de sí. Tenemos en nuestras manos el mejor material, las personas». A veces cambia ese material por la piedra. Los dedos ágiles que vuelan sobre las llaves prueban entonces con el cincel a arañar la arenisca de Villamayor en la que acaba encontrando otros músicos.

La suerte le siguió acompañando. «Al terminar la carrera se estaba creando la OSCyL. Estaba implicado en la escuela y todo lo supedité a esto. Intenté que fuera compatible y lo fue. La orquesta me permitía descubrir obras magníficas cada semana y tocar con muy buenos músicos, fue un regalo. Desde entonces tengo esa dinámica: Viaje, escuchar música, tocarla y vuelta». En estos años ha ido viendo «para qué sirve pagar impuestos, han permitido hacer la autovía, levantar el Auditorio Miguel Delibes. Todo está más vestido, pero la esencia es la misma, hacer música a otro nivel y disfrutar de la profesión».

Privilegio a compartir

Sagredo construye en la escuela los cimientos para que «ese espectáculo bonito de la OSCyL sobre el escenario» tenga sentido. Lamenta que en España esos puentes sean aún tan débiles, que no existan centros de enseñanza musical integrados como «hay en cada provincia en Portugal» y que el único intento en Salamanca haya muerto de éxito, «todos los padres lo querían. Al final la enseñanza fuera del colegio siempre es un parche».

Quiere quitarse el sanbenito de único nativo de Castilla y León en la OSCyL. «Soy un privilegiado, no me he tenido que mover para hacer lo que quería. Nuestro deber es hacer que la orquesta crezca y crear puestos de trabajo para que las expectativas de nuestros alumnos no se frustren». Le gustaría que los conciertos de la OSCyLtrascendieran el patio de butacas del auditorio, que pudieran retransmitirse por televisión o Internet. «El abono de proximidad está bien, pero no vamos a otras provincias y la OSCyL parece la orquesta de Valladolid. Esa otra forma nos acercaría a otros públicos». Eso sí «sobre todo no tener prisa, queremos resultados inmediatos y hay que dejar que sea el tiempo el que cuaje las cosas».

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