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Los riesgos de visitar la Cartuja de Aniago: del 'cachicán' de Pancho Villa al hortelano de la navaja«El hombre, que debía ser el cachicán (o capataz), grueso y fornido, dijérase refugiado allí después de licenciarse de las huestes de Pancho Villa (...) ... nos dijo 'lo siento, pero si no traen órdenes de la señora tengo órdenes de no dejar pasar a nadie'», recogía en su crónica, y en estos términos, el crítico Antonio Corral Castanedo, autor de tres obras en los años ochenta sobre el patrimonio de la provincia, su intento de visita a los restos, ya por entonces restos, de la Cartuja de Santa María de Aniago, un monumento del siglo XV, que permanece en manos privadas desde 1835 y cuyos visitantes llevan años topándose contra un muro a la hora de intentar acceder al interior de la finca privada que acoge sus ruinas.
La frustrada visita de Corral Castanedo se produjo en 1984, tal y como relató él propio autor en un artículo publicado en El Norte, quien desveló que, según le espetó el 'cachicán', la única que podía facilitar la entrada al recinto, una finca agrícola, era «doña Felisa Ibáñez», vecina de Arroyo de la Encomienda, cuya familia y herederos aún conservan la propiedad de este maltrecho vestigio histórico situado al borde de la desembocadura del Adaja en el Duero y al que se accede por un camino de titularidad pública (propiedad de la Diputación como vía VP-9002) que parte de la carretera de Rueda (Cl-602), antes de llegar a Villanueva de Duero, a cuyo término pertenece el despoblado o antigua villa de Aniago.
Antonio Corral ya relataba entonces que sobre la «piedra blanca de una espadaña (aún en pie pero con riesgo de colapso) permanecía vacío el nido de las cigüeñas» e ironizaba sobre que «¿no será que las cigüeñas no han llegado a la espadaña porque no les ha dado permiso doña Felisa Ibáñez?. El caso es que él no pudo entrar. Y tampoco lo puede hacer nadie, sin la pertinente autorización de la familia Ibáñez, hoy en día.
Pero es que hace tan solo tres años, en marzo de 2022, un hortelano cuyo padre vivió en la finca agrícola, pero que mantenía allí un pequeño huerto, fue detenido por pinchar las ruedas de los coches de visitantes que lo dejaron estacionado ante el recinto y llegó, incluso, a acometer con su propio vehículo a grupos de ciclistas que transitaban por el entorno de las ruinas de la cartuja.
Ya en 1984, en el mismo artículo mencionado de Antonio Corral, el autor recogía que antes de su visita le habían advertido de que «un guarda de Aniago tiró de escopeta para evitar el paso a alguien de televisión que quería filmar los lugares en donde estuvo el San Bruno de Gregorio Fernández -custodiado en el Museo Nacional de Escultura-». Y dicha talla, en efecto, fue rescata de la cartuja, inicialmente sin conocerse su autoría, hasta que en 1939 se atribuyó a Gregorio Fernández (1576-1636) y pasó a formar parte de la colección permanente del Colegio de San Gregorio. Así lo recogió el historiador Juan Agapito y Revilla en un artículo publicado en El Norte el 16 de diciembre de 1939.
La imagen llegó, incluso, a protagonizar algunas postales promocionales del espacio museístico de la capital vallisoletana.
Y en el museo continúa. Aunque ahora se conserva en sus almacenes después de que estudios posteriores, ya de finales del siglo XX, descartaran que la talla fuera obra de Gregorio Fernández y se atribuyera su autoría, en 1637, a uno de sus discípulos. Solo durante una exposición temporal volvió a ver la luz en 2020.
La cartuja que, en cualquier caso, acogió la imagen desde el siglo XVII languidece hoy a la espera de que alguna administración arranque el compromiso de sus dueños, los Ibáñez, de su conservación o una cesión que la facilite. En su espadaña, que aún se yergue sobre sus ruinas, anidan hoy sí, quizás con la pertinente autorización, varias parejas de cigüeñas.
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