

Las monturas encierran las reses encastadas de Montebayón en La Parrilla
El rito campero atrajo a más de un centenar de caballistas y a una multitud de aficionados y espectadores ávidos de vivir la emoción del primer encierro tradicional de la temporada en la provincia
Desde el pago de El Sotellar se contempla un inmenso océano de pinares. Una masa arbórea descomunal que rodea el municipio de La Parrilla. En ... el páramo frontal, al fondo, la parte superior de la torre del homenaje del castillo de Portillo, una sobria fortaleza del siglo XIV, se yergue gallarda. A su derecha se intuyen, unos kilómetros más allá, los terrenos, otrora humedales, del Raso de Portillo, donde nació la primera vacada de lidia en unos pastos comunales. En sentido contrario, en un radio de apenas tres kilómetros, pastan reses bravas de tres hierros: Montebayón, Toros Taru y Toros de Tierz. Así que esta tierra parrillana está enclavada en la historia de las ganaderías vallisoletanas y su encierro tradicional, el primero de la temporada en la provincia, ha concitado la atención de más de cien caballistas y una multitud de aficionados y espectadores.
Entre el repecho de entrada a las calles y las primeras talanqueras se agolpan, unos minutos antes de las diez de la mañana varios cientos de jóvenes ataviados con sudaderas variopintas y abigarradas, de gusto diverso y con leyendas propias del universo popular de la tauromaquia. Una peña veterana, la de Los Chispas, ocupan su espacio de costumbre, no exento de riesgo, y ofrecen aguardiente y pastas. Junto a un majuelo esperan a que suenen los cohetes que avisan de la próxima suelta de los toros. El primero ya ha explosionado en el cielo, limpio y azulado. Todavía queda tiempo para un trago más.
Tras el tercer petardazo aéreo los utreros de Montebayón acceden a la libertad del campo acompañado por los bueyes. Los pagos de Sangueño, desde donde se produce la suelta, distan algo más de un kilómetros del caso urbano de La Parrilla. La distancia no es grande, pero lo sinuoso del camino y el laberinto de pinos que rodea el trayecto le otorgan una dificultad añadida. La solvencia de los caballistas permite guiar a la comitiva hacia la población, a la que entrarán, aunque separados, los dos utreros de pelo negro del hierro de Montebayón, cuyo titular es Javier Fernández Salgueiro, empresario y aficionado irredento.
Poco antes de las diez y media comienzan los movimientos de tropa. Asoma por la vaguada algún caballista y los más previsores ponen pies en polvorosa. Prudentes, abandonan el zócalo de tierra en el que culmina un exigente repecho que pone a prueba la bravura y las energías de los bóvidos de lidia, y la 'profesionalidad' de los cabestros. Los mansos, una facción prófuga, ha emprendido una diáspora que obligará después a los caballistas a su recogida. Dos han salido por el camino que se dirige hasta Portillo. Una huida abortada poco después.
Zaíno, cornillano y de hechuras armónicas, un novillo de Montebayón ha sido el primero animal en pisar el asfalto. Antes, hizo una parada junto a una valla preparada para encauzar a la manada, aunque no llegó a arremeter contra ella. Los caballistas, pacientes y conocedores del comportamiento de la res, han logrado que prosiguiera su camino hasta el inicio de las calles. Ha accedido al tramo urbano con una carrera noble, templada y se ha entretenido en pasar lista junto a la primera de las talanqueras, tras las que esperan, sin trabajo alguno, afortunadamente, las ambulancias. Una decena de chavales ha logrado acoplarse a su embestida durante unos metros.
Poco después, con rumbo cierto e irrevocable, pasa un manso solitario hacia el entramado de calles que forman el tramo urbano del recorrido del encierro. El utrero, sin pensárselo dos veces, sigue la estela del buey. Lo bravo no quita lo jerárquico. Y, así, en collera bóvida, ambos continuarán a buen ritmo hasta el final del trayecto que flanquean talanqueras y casas molineras.
Unos minutos después apareció el segundo de los novillos de Montebayón que se soltaron desde el pago de Sangueño. Con menos ritmo, más cansado que su hermano de camada. Dos de dos, en todo caso, así que el rito de encerrar se consumó, sobreponiéndose a las dificultades orográficas y a las acústicas, causadas por las motos y quads que, contraviniendo la normativa de festejos populares y la de circulación, esparcen sus ruidosas trayectorias como un enjambre alrededor de los bóvidos. Un daño medioambiental que perjudica a la tradición.
Tras el encierro campero y antes de una suelta de las reses por las calles, los bares de La Parrilla colman sus barras y terrazas de caballistas y aficionados ávidos de hidratarse y alimentarse con el almuerzo del segador o la tapa que se tercie. En Paradiso y El Cafetín se inician las tertulias sobre lo acontecido en el campo. Conversaciones inacabables, y lugares de encuentro para amigos que coinciden una vez al año, unidos por una afición irreprimible.
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