Eugenio Rodríguez, 'el pastor de Robladillo': «Todos los inviernos deberían caer tres o cuatro 'Filomenas'»
«Ojalá vengan muchas más para que el campo coja bodega y volvamos a tener fuentes», asegura este hombre de campo
«A ver si nieva. A ver si nieva». Esta retahíla la ha recitado Eugenio Rodríguez cientos de veces en los últimos años. Por fin ... se ha cumplido, aunque para disgusto y sorpresa de muchos. Filomena ha venido cargada de nieve y él está encantado de que los campos de Robladillo tengan copete blanco. Dice que esta nevada «ha demostrado lo quejica que es la gente, porque no ha sido para tanto». Lo dice con conocimiento de causa.
A sus casi 79 años Eugenio, conocido como 'el pastor de Robladillo' y habitual colaborador radiofónico, ha vivido muchos temporales peores que Filomena. Él es un sabio del campo. De los que ya no abundan. Un héroe con morral y cayada habitual en el paisaje de Torozos. Es el patriarca de una saga conectada a la tierra. Recuerda jugar en los neveros que se formaban en las abrigadas de su Castromonte natal. «A los chicos de pata larga la nieve les cubría por las rodillas. A los que éramos más recogidos, nos llegaba a la cintura y el hielo tenía un grosor de cuatro dedos», explica este veterano.
Tiene fijados en su memoria, los chuzos de punta, carámbanos, chupamieles o chupateles que había entonces. «Los llamábamos de muchas formas y eran lo más bonito de todo. Parecían sables. Medían más de medio metro. Los mozos los tirábamos al suelo con los varales de colgar la matanza y los chupábamos como si fueran pirulís. Había que andar con ojo en el deshielo, como se descolgara alguno y te pillara…, ¡cagüen diez!… qué miedo», exclama. «Esto que hay ahora. No es nada», sentencia.
Cuenta que los inviernos eran duros y que el manto blanco cubría los campos durante días y días. «Cuando tenía 15 años trabajaba como obrero para un pastor de La Santa Espina. Iba todos los días en bicicleta. Bajar aquellas cuestas con nieve era jugarse la vida. También íbamos al río a romper el hielo con piedras y zoletas para que nuestras madres pudieran ir a lavar con la pozaleta de zinc. ¡La de sabañones que tenían las pobrecicas en las manos! Entonces no había guantes de goma y tenían que enrebujarse jerseys viejos para entrar en calor», prosigue su relato y tira de refranero. «¡Qué más le da que nieve, al que ovejas no tiene!», exclama. Y es que, según cuenta, antaño las nevadas obligaban a dejar las ovejas en casa. «Te tirabas 15 días sin salir. Eso suponía más trabajo y más gasto. Ahora no pasa. Ayer (por el miércoles), apenas había nada en los campos. Si hubiera caído como es debido, habría 30 centímetros de espesor».
Cuando las heladas y cencelladas le pillaban al raso con el rebaño, Eugenio cuenta que a veces encendía algo de lumbre con forraje. «El agua que llevábamos para beber se nos helaba en el morral y muchas veces, volvíamos a casa sin comer porque no podíamos hacer vida con las manos del frío que teníamos. Llevabas una mantica por la que pasaba todo el aire y ni guantes teníamos. Anda que no me he puesto yo calcetines en las manos para tenerlas calientes. Algunas vecinas los hacían de punto, pero no todos teníamos posibles para comprarlos. Bien de veces he montado en bici agarrando el manillar con los calcetines. Una vez, bajé la cuesta de la Santa Espina y me pegué una castaña de miedo. ¡Cómo dolía aquello y lo frío que estaba el suelo! ¡No se me olvida!», recuerda. Cuenta que de chaval, hacía bolas enormes de nieve junto a la carretera. Algunas duraban un mes. «Los camineros se enfadaban mucho y las rompían con la zoleta. Estaban tan duras, que les daba mucho trabajo. También hacíamos pistas de patinaje. Nos poníamos… ¡venga a pisar la nieve!… y la prensábamos tanto, que podíamos patinar. Eso si, nada de patines. Usábamos las botas de chichinabo que teníamos», aclara.
La nevada más importante que recuerda, fue la del año 1956. Las calles de Castromonte estaban intransitables. «Los vecinos abrían senderos para poder ir a la escuela. Entonces no se estilaba echar sal. Nos poníamos tela de saco sobre el calzado para no resbalar. Lo que no entiendo es cómo los tejados aguantaban tanto peso. Ahora apenas nieva y muchos se hunden. Nuestros antepasados eran constructores muy inteligentes», afirma.
Este veterano habla con nostalgia del pasado. «Antaño no había tantas prisas, ni exigencias como ahora. La gente se conformaba con todo. Ahora no hacemos más quejarnos y vivir de forma más acelerada. Todo son prisas. Tendría que nevar todos los años para que el campo estuviera en condiciones y que el agua fluyera en las fuentes». Según explica, lo peor son las heladas. «Sobre la nieve puedes andar de primera. Sobre el hielo no, y además, seca mucho el campo. Más del 50% del agua de la nieve, se la lleva la helada. El hielo, en esta época, favorece al cereal que ya ha nacido, porque le hace coger más raíz. En cambio, al que está germinando, le machaca. Y ya… si hiela en mayo… eso si que es dañino para el campo. Y ya ni te cuento cuando una helada pilla a la cebada con flor… es terrible. El invierno si no es crudo, no es invierno. El invierno del año pasado no tuvo un día frío. Había días que hasta calentaba. No me fastides. Eso no es un invierno».
La nieve, el mejor mineral
Otra nevada que tiene marcada, fue la del 71. Le tocó dejar estabuladas sus ovejas durante largos días. «Entonces no había quitanieves ni se echaba sal. Tampoco había muchos frigoríficos y se nos acababan los suministros. El panadero no podía llegar y mi suegro y otro vecino, se fueron andando desde Robladillo a Simancas a comprar el pan. Habíamos hecho matanza y tampoco pudimos destazar al marrano porque mis cuñados se quedaron tirados a medio camino con el coche».
Según este hombre de campo, la nieve es «el mejor mineral que hay». Explica que esponja el terreno y da vida a los manantiales. «Ya apenas hay fuentes naturales, porque no nieva. Todos los inviernos deberían caer 3 ó 4 Filomenas, para que las fuentes brotaran de nuevo. No oigo más que quejarse a la gente de la nevada. Pero… ¿por qué? Si es muy bueno que nieve. Yo lo echaba mucho de menos. Ojalá vengan muchas más para que el campo coja bodega y volvamos a tener fuentes», remata.
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