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Un momento del espectáculo. G. VIllamil

Magia para asombrar a los descreídos

Samuel Arribas y Roberto Sirgo deslumbran a los espectadores, que volvieron a sentirse como cuando de niños un adulto les birlaba la nariz

Jesús Domínguez

Valladolid

Lunes, 9 de septiembre 2019, 21:22

La magia forma parte de nuestras vidas desde que nuestros mayores, de bebés, nos preguntan «dónde estoy» y desvelan que «aquí estoy», tras las palmas de sus manos. Conforme crecemos, caemos menos en ese truco, pero ay cuando nuestro tío nos dice que tiene nuestra nariz… Y el tiempo pasa, y cada vez somos menos crédulos –o eso decimos, que ya no picamos–, hasta que llega alguien y nos hace eso de desaparecer su pulgar.

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Esta pasada primavera se viralizaron vídeos de humanos de mascotas que jugaban con ellas a desaparecer. Como quien escribe no tiene, desvelará el truco (tapen los ojos a sus perros y gatos): consiste en situarse junto al marco de la puerta con una toalla y, al dejarla caer, apartarse de dicho marco, para que cuando la toalla caiga el can o el minino vean el vacío, la 'desaparición'. Y hasta aquí la capacidad que tiene el arriba firmante de chafar a un mago.

Lo que hizo Samuel Arribas hoy en la Cúpula del Milenio solo él lo sabe (y nunca lo contará). O, bueno; hay algo que es sí es conocido, y es que la atestó y plagó de sonrisas y miradas de asombro. Con un espectáculo enfocado hacia el público infantil, con varios pequeños ayudantes improvisados y girando todo alrededor de una bolsa y unos peces, seguro que más de uno y de dos no ha dormido pensando en cómo conchos pudo sacar esas peceras de ese trozo de papel o, en su defecto, por qué si ayudó al mago no se pudo llevar uno de esos.

El mentalista Roberto Sirgo consiguió generar el mismo asombro en las tres actuaciones que siguieron, planteadas como si estuviera matando el tiempo en un viaje. Para abrir boca, sacó de un sobre la carta que había extraído alguien en el público y quedó en tablas jugando al tres en raya con un espectador, nada raro si no fuera porque tenía guardado en un sobre mayor el resultado. Como si fuera fácil adivinarlo habiendo 4.200 variantes posibles…

Cada ejercicio de adivinación terminó con una onomatopeya de admiración, un «oh» que fue in crescendo, puesto que según fueron pasando los minutos iba desvelando y destapando elementos que le acompañaban en el escenario y que parecían estar, además de guionizados, pactados. No fue así, porque nunca es así; no cuando los magos son buenos. Obviemos aquello del dedo o de desaparecer frente a tu iguana o tu puerco espín solo porque es la última moda en redes sociales. Lo de Arribas y Sirgo fue más sutil, hizo dudar de verdad a los cientos de personas que asistieron a cada sesión.

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Porque la duda existe, siempre la hay. Ni se imaginan si además quien asiste al espectáculo es gallego… Tres veces no son suficientes para adivinar dónde está el truco. Y ahí, precisamente, está la magia, en la incredulidad, que no es sino alimento de quien hace magia. No hay nada como que el espectador se diga que no, que cómo puede ser, que no me lo creo. Y que le dé vueltas y lo vuelva a ver. Que siga pensándolo y que sonría, que de eso se trata. De que al final del viaje quienes escogieron las postales piensen cómo puede ser que en ese cuadro esté París si el otro voluntario había elegido la de Pisa o la de Sevilla. Se trata de que de una bolsa de papel salgan peces, aunque tú no te lo creas. Y si no lo eres, de sentirte niño, como cuando tu tío te quitaba la nariz o mamá se preguntaba dónde estoy y se respondía a sí misma diciendo aquí estoy. La magia se trata, en fin, de ser feliz. Como lo fueron cientos de personas en la Cúpula del Milenio.

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