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Víctor Vela
Domingo, 22 de enero 2017, 20:56
Ahlam. Quiere que le llamemos Ahlam. En árabe explica Fouzia, la traductora que permite la charla significa sueños.
¿Yqué es lo que sueña Ahlam?
Sueño que olvido todo los malos sueños de entonces, cuando apenas había descanso, cuando no podía dormir.
El paraíso es meterse en la cama sin miedo.
Esta es la voz de Ahlam, refugiada siria que, por fin, después de meses, mira la vida con tranquilidad, con seguridad, sin temor a la guerra. Ella es una de las más 80 personas que, en una situación similar, Accem atiende en Valladolid. Es una de los 1.600 refugiados que ya han llegado a España (el compromiso europeo era acoger a más de 16.000 antes de septiembre de 2017). Es una herida que la guerra de Siria ha traído hasta Valladolid.
La guerra.
«Jamás pensé que me fuera a pasar algo así. ¿Cómo imaginar que un día, sin que lo esperes, te vas a quedar sin nada?». No es fácil responder a esta pregunta: ¿te imaginas renunciando a todas tus cosas para sobrevivir?
Cuenta Ahlam que allí en Siria tenía una vida «estable, como la de mucha gente, allí y aquí». Ella no trabajaba. Su marido disfrutaba de un buen empleo en una oficina de turismo... que se vio sin turistas cuando comenzó el conflicto. Tres hijos (de 8 a 14 años). Un coche, una casa. «Después de toda la vida trabajando, luchando para conseguirlo... te quedas sin ello». «Los dos primeros años veías la guerra con la esperanza de que fuera algo temporal, de que se pasara, de que las cosas cambiaran... Pero luego... Luego descubres que abres el grifo y ya no hay agua, que no tienes comida, que das un beso a los niños para que vayan al colegio con el miedo de que quizás no vuelven. Oyes los bombardeos a lo lejos. Si yo te contara...».
Afirma Ahlam que calla más de lo que cuenta porque está aprendiendo a olvidar, a aparcar un pasado que duele demasiado, que abrasa tanto que es mejor no recordar. «A veces pienso que todo eso le ha pasado a otra persona. Que no soy yo la que lo vivió». Es, reconoce, su modo de afrontarlo. Por eso lo desgrana ahora con serenidad, como si el horror se pudiera masticar y digerir.
«Si yo te contara...»
Hace un silencio. Parece que hay algo que escucha de nuevo. Algo que, desde la distancia, le vuelve a visitar. Y sigue hablando.
«Un día abrí la puerta de mi casa y me encontré allí, ante mis ojos, a una persona disparando. ¡Vi a alguien disparar delante de mi casa! Y luego hubo una explosión, en mi calle. Me tuvieron que ingresar en el hospital porque sufrí heridas en la cabeza [se señala, bajo el pañuelo, varios puntos del cráneo]. Y ahí fue a finales de 2015 cuando decidimos que nos teníamos que ir. Lo de la bomba me había tocado a mí, pero podía haber sido alguno de mis hijos. Ellos fueron la fuerza. Por ellos, por su futuro y su seguridad, estamos aquí».
¿Qué dejaste en Siria?
¡Todo! Dejamos todo. No voy a hablar de las cosas materiales, de nuestras cosas. Porque eso, al final... Pero los recuerdos, las fotos. No me he podido traer ninguna fotografía. No tengo imágenes de mi familia, de mi hijos cuando eran pequeños...
Una sonrisa. Hay una sonrisa en los labios de Ahlam.
¿En qué piensas?
En una de esas fotos. En una foto de mi boda. Y luego hay cosas que intenté traer pero que se perdieron por el camino, que tuve que tirar al mar porque en el viaje a Europa había que elegir. Era o nosotros o las cosas.
El periplo de Ahlam para llegar desde la guerra hasta Valladolid comenzó hace casi un año, en febrero de 2016, después de contactar con un arreglador, con una persona que les prometió desembarcar en Grecia después de escapar de Siria. Son traficantes, «gente que se aprovecha». Ahlam y su familia abandonaron su casa y llegaron hasta las costas turcas cubriendo varios tramos en coche y la mayoría «a pie, entre las montañas», hasta llegar a Esmirna. Allí les esperaba el salto a territorio europeo.
Volver a unirse
«La primera vez no fue bien. Había demasiada gente en la barca. Éramos setenta. O más. Con muchos niños». Ahlam estaba sola, con sus hijos. Su marido inició el trayecto por otra vía. Separados con la esperanza de volver a unirse ya en Grecia. «Fue horrible. Te veías en mitad del mar con las autoridades turcas detrás, persiguiéndote para que no abandonaras el país. Al conductor de la barca no le importaba nada la seguridad de la gente a la que llevaba.Le dábamos igual. Su misión era llegar Grecia y no le importaba que al final no quedara nadie». No hubo suerte. Las fuerzas turcas interceptaron la barcaza y la remolcaron de vuelta a Esmirna. Ahlam pasó con sus hijos tres horas en comisaría «era lo habitual, supongo que para meternos miedo» y luego les soltaron. Pasaron tres días, siempre la lluvia, en un hostal. Al poco le avisaron:prepárate que volvemos a intentarlo, le dijeron. Y Ahlam lo consultó con sus hijos. «Yo miraba a mi niña, la pequeña, de ocho años. Veía el miedo en sus ojos después de lo ocurrido la primera vez. Le pregunté qué quería hacer».
¿Y qué te dijo?
Mamá, me dijo, si vamos, tenemos la mitad de posibilidades de vivir y la mitad de morir. Si volvemos a casa, vamos a morir seguro. Fue la niña quien me dio fuerzas para intentarlo otra vez.
«Estuvimos andando durante más de dos horas entre montañas hasta llegar al sitio donde nos esperaba otra barca. Hacía muchísimo frío. Eran las tres de la madrugada. Parecíamos ovejas, todos juntos por allí». No llegaron a subir a la lancha. Ya había gendarmes turcos a la espera. Esta vez los llevaron a un calabozo. Más de doscientas personas en la misma sala. Hasta que les liberaron al día siguiente por la noche. «No habíamos dormido nada y los niños estaban destrozados... yo pensaba que encontraríamos algún sitio para descansar... pero la persona que nos podía traer a Europa nos volvió a llamar». Fueron en un coche hasta un punto de la costa donde atracaría un barco. «Tuvimos que esperar desde la medianoche hasta las nueve de la mañana». Al raso. «Tenía agarrado a un hijo a mi izquierda, al otro a la derecha y a la niña acurrucada entre mis piernas. Por la mañana por fin llegó el barco...» En hora y media desembarcaron en una isla de Grecia.
Un trocito de Europa del que no recuerda el nombre.
Lo siguiente fueron cuatro meses en un campo de refugiados: Kavala. «Había momentos en los que se te apagaba la esperanza. Pero sabías que no podías estar allí el resto de tu vida. Que no ibas a volver a casa y que tendrías que salir del campo porque así no se podía vivir. Había tres baños para 350 personas. Me he pasado muchas noches haciendo cola, esperando el turno no para mí, sino para que mis hijos pudieran usar el baño cuando se despertaran».
Allí en el campo ya le comentaron que su destino sería España. «Nuestra primera intención, como la de la mayoría de los que estábamos allí, era Alemania. Casi todos queríamos llegar a Alemania. A mí no me importaba otro país porque mis hijos saben inglés... pero no pensé que terminaríamos en España». Una vez conocido destino, recuerda, y después de abandonar el campo de refugiados, estuvo tres meses en Atenas (donde se reencontró con su marido)hasta que por fin vino con su familia, en un avión del Gobierno, a Madrid. Y de allí, a Valladolid. A finales de septiembre.
Aquí camina de la mano de Accem, la ONG que se encarga de favorecer su acogida e inserción. Esta entidad que en este 2017 celbra sus 25 años mantiene abiertos 38 planes de acogida, con servicios de integración en el empleo, el idioma y lo social, con acompañamiento durante los primeros años de los refugiados en nuestro país. «He notado un trato tan humanitario, me he sentido tan bien acogida en Valladolid, que solo tengo buenas palabras. Aquí siento de nuevo lo que es tener seguridad, una vida tranquila, con colegio para mis hijos, en una escuela donde ya tienen amigos. Esa era mi mayor preocupación. Yo quería un futuro seguro para mis hijos. Y aquí lo he encontrado.
Hay quien mira con desconfianza a las personas refugiadas.
Lo sé. Puedo llegar a entender que haya personas que piensen que habrá quien venga para traer problemas. Gente mala hay en todas partes. Pero que se paren un momento a pensar qué harían ellos. Lo que nos ha pasado a nosotros le puede pasar a cualquiera. Yo nunca me imaginé una vida así. Sé que lo más difícil ha pasado. Así que intento olvidarlo.
Ahlam, que significa sueño, señala que ahora, por fin, después de meses, puede dormir tranquila, que hay pesadillas que están a punto de olvidarse. Y que todavía quedan sueños por cumplir.
¿Por ejemplo?
Encontrar trabajo. Un buen futuro para mis hijos.
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