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El Empecinado retratado por Goya.
190 años de una muerte injusta y cruel

190 años de una muerte injusta y cruel

e. berzal

Domingo, 23 de agosto 2015, 13:26

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El 19 de agosto de 1825, hace prácticamente 190 años, Fernando VII materializaba uno de sus más ansiados objetivos: dar muerte a uno de los más importantes y afamados guerrilleros que entre 1808 y 1814 combatieron a las tropas de Napoleón para, precisamente, posibilitar el regreso al trono del rey felón. 190 años después de aquel cruel episodio, biógrafos del Empecinado e historiadores especializados en la época no dudan en resaltar la injusticia cometida contra quien no tardaría en ser reconocido como «mártir por la libertad».

Nacido en Castrillo de Duero en septiembre de 1775, Juan Martín Díez aunó en su trayectoria una exitosa lucha guerrillera llegaría a ser ascendido a brigadier con una no menos ardorosa fe liberal. De hecho, él mismo se encargó de entregar a Fernando VII una carta, en 1815, en la que le conminaba a restaurar el orden constitucional y acabar con la represión antiliberal. Un gesto que el monarca no le perdonaría.

De ahí que cuando en 1823 los absolutistas derroquen al gobierno, Fernando VII ordene una persecución sin tregua contra el vallisoletano. El objetivo, la horca. Lo detuvieron en noviembre de 1823 en Olmos de Peñafiel, desde donde lo condujeron a Nava de Roa para ser encarcelado y humillado.

Ya en la cárcel de Roa de Duero, cuentan que determinados días lo sacaban enjaulado para que la población se mofara de él, le increpara y le lanzara de todo, excrementos incluidos. Incluso los realistas del pueblo se entretenían lanzándole inmundicias por el ventanuco de la prisión.

Como su muerte era un asunto personal del Rey, todo el proceso judicial que terminaría condenándole a la pena capital resultó ser francamente arbitrario. Tanto, que el expediente fue mandado quemar por Fernando VII para no dejar constancia. Conducido a la fuerza, el 19 de agosto de 1825, al patíbulo levantado en la Plaza de Roa, testigos de ese trágico momento relataron cómo el Empecinado «dio tan fuerte golpe con las manos, que rompió las esposas. Se tiró sobre el ayudante del batallón, para arrancarle la espada, que llegó a agarrar; pero no pudo quedarse con ella, porque el ayudante no se intimidó y supo resistir». Trató de escapar entonces en dirección a la Colegiata y se metió entre los soldados. Sin embargo, fue reducido y, finalmente, ahorcado.

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