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La artesanía segoviana busca un encaje en un futuro hostil que parece haberse olvidado de ceramistas, vidrieros o talladores. «No hay prolongación de los oficios ... artesanos», resume el presidente del Gremio Artesanal Segoviano, Jesús de la Cruz, que dibuja una tormenta perfecta entre la falta de una figura fiscal adecuada, la «competencia desleal» asiática o la falta de relevo generacional y de apoyo institucional a la hora de asumir la formación de aprendices para conservar esos oficios como patrimonio público. Relata con nostalgia un listado de 1990 en el que había 76 artesanos de alta en la provincia, distribuidos en más de una decena de artes. Tres décadas después, en su archivo quedan 15 talleres.
La Guía de Artesanía de Castilla y León de 1990, editada por la Junta, brinda una fotografía boyante de la artesanía en Segovia. «Fue la época dorada», resume De la Cruz. Había 21 talleres de ceramistas y alfareros. La madera, con torneros, ebanistas y talladores, tenían otros nueve. Las fibras vegetales —mimbres para sombrerería o sofás— tenían otras cuatro. «Ahora mismo no hay nada de esto, lo importan todo». El inventario comprende en el mismo cajón a mármol, piedra y vidrio, desde talladores en piedra a canteros, vitralistas o sopladores; en total, había seis negocios. El metal tenía nueve talleres, entre fundición, forja o metal laminado. En piel y cuero, otros cuatro, incluido el guarnicionero, un maestro en peligro de extinción que elabora, por ejemplo, sillas para caballos. Como los pellejeros o boteros, que creaban maravillas para conservar el vino o consumirlo.
El archivo dorado sigue con ocho talleres de textil, entre tejedores o bordadoras. La joyería estaba representada por cinco talleres de orfebres. Ya entonces existía —y sobrevive— el taller de dulzainas de Fernando Sancho en Carbonero el Mayor. Había otro de flores secas, «de lo más moderno de la época, aunque ahora ya no se utiliza». Cuatro talleres de tapicería. «Censados como artesanos, luego, por libre, habría infinidad de gente que se dedicaba a ello». Algunos se han perdido, como los auténticos relojeros, encargados de producir maquinaria y arreglar relojes centenarios, incluso hasta de la Edad Media. «Aquí estaba Mariano, que era una verdadera joya».
También había cereros, los padres de las velas de todo el arte sacro y de las casas particulares. La última fábrica, la Fabril Cerera, en Capuchinos Alta, resistió hercúleamente hasta hace casi una década. El inventario lo completan como restauradoras las Madres Dominicas, un concepto que se ha ampliado desde entonces, y un perfumista. «El hombre olor. Busca perfumes en la naturaleza, sin aditivos. Esto hoy en día hay muy poco, es todo químico». De los tiempos mozos, a la escasez actual.
Si nos quedamos con los oficios punteros del Gremio —cerámica, alfarería, madera, cuero, vidrieros y metal— quedan 15. El cálculo de De la Cruz es que puede haber otros tantos, siendo generosos, en funcionamiento en la provincia, aunque no formen parte de su asociación, abocada a la desaparición tras no celebrar las últimas ediciones de la Feria de Artesanía tras la negativa municipal de ceder la avenida del Acueducto.
El declive real puede ser aún mayor, pues en los 90 había mucho productor que no estaba dado de alta. «Al artesano no le gusta que le pongan en un libro. Explicar a mis compañeros entonces que había subvenciones a las que podían acceder era algo… ¿Y qué nos van a pedir? Algo querrán».
Aunque la cosa ha mejorado, De la Cruz asume un debe. «Seguimos estando muy cerrados en nuestros talleres». Su Gremio tenía en 1981 una matrícula de 80 artesanos. Ya en los tiempos mozos, había reivindicaciones sobre la «presión fiscal» en busca de un encaje que ajustara su aportación a sus volátiles ventas. «Muchas veces no tienes una producción acorde a lo que tienes que tributar». Hubo talleres de los pueblos rescatados con fondos públicos y muchas piezas en economía sumergida. Y la competencia asiática. «Empezamos a luchar contra China, India, Tailandia. Su artesanía entró en los centros comerciales de las grandes capitales. No era mala, muy versátil, muy económica. Y acabó con muchos talleres». Así fueron bajándose unas persianas.
Además, o precisamente por todo lo anterior, no hay relevo, ni en los aprendices ni en dirección. «Las instituciones tendrían que ver a un aprendiz como algo necesario para que perviva el oficio, si es que le interesa a alguien». Y para facilitar su formación, sin atajos, con una paciencia que quizás tampoco encaje con los tiempos actuales. Porque De la Cruz habla de siete años para un oficial de primera. «Y que en 12 o 15 tenga todo el saber que el maestro le ha enseñado para que lo puede mantener una vez que tú te hayas ido para el otro barrio».
La carestía se explica por simple difusión: la alfarería no cotiza precisamente alto en Instagram. «Los jóvenes no saben ni que existe la artesanía. Si no tienes un móvil con IA no eres nadie. Hace muchos años que no pintamos nada; ahora, menos». Por eso pide a las instituciones educativas que asuman esa tarea. «Esto existe. Hay un nicho de trabajo digno, puede ser un futuro. Es altamente gratificante saber cómo trabajaban los grandes maestros».
Porque el conocimiento es un recurso. «No existe una escuela para que puedas nutrirte con aprendices, los tienes que pagar tú». Y las cuentas diarias de los talleres ya van justas. ¿Por qué son unipersonales? Porque no dan para tener personal. Sales a flote tú solo y a duras penas». En parte, recurriendo a otros ingresos. «Estamos casi todos dando clases». La otra pata son las exposiciones individuales en un gremio con una edad media en torno a los 50 años. «Hay compañeros que siguen haciendo ferias y todavía quedan en España galerías serias a las que vender».
Porque hay mercado. «El de la persona que tiene sensibilidad y todavía no se le ha olvidado que una buena pieza artesana es algo tan especial que no puede prescindir de ella. Vivimos del romántico». Un cliente que perfila de los 45 años en adelante. «Tienen que haberlo degustado. Las generaciones jóvenes lo saben de oídas, primero, porque los artesanos no hemos sabido llegar». Alguien que no se limita a adquirir la pieza, sino que quiere comprenderla. Y que está dispuesto a pagar por su valor. «Yo no vendo piezas baratas, dije hace años que piezas de menos de 40 euros no iba a volver a hacer. Me arriesgo a lo que me arriesgo. Y mis compañeros lo comprendieron. A veces te toca hacer piezas de batalla y las pones al precio que sea, da igual las horas que te hayas tirado, pero hay que valor
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