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Al Pucela se le fue la luz, se le apagó el fútbol. Se ha conducido de la penumbra a la tiniebla. La percepción del entorno ... no alivia la realidad con ensueños. Si en otras ocasiones, las certezas de los descalabros alentaron el ánimo del desquite, si las heridas de la defenestración se aderezaron con el bálsamo de las expectativas, si las lágrimas del infortunio se enjugaron con la toalla del seguro retorno; ahora la certeza, la herida o el llanto se hunden en la congoja del desaliento, en el agonizante 'vete a saber cuándo volveremos a jugar un partido de Primera'. El miedo propio de la sensación de vulnerabilidad atenaza y presenta la espesura de los peores escenarios. No aparece ni por la imaginación un clavo ardiente al que agarrarse. En este irse la luz blanquivioleta, la afición –la ciudad, diría– se halla como la mayoría de españoles aquel lunes, último de abril, que ya preservaremos indefinidamente en nuestra memoria: sorprendidos, atenazados, sin entender qué, sin comprender cómo, confiando en que... Mi cabeza entonces recurrió al pasado. A mi madre sacando de la cómoda las velas –que obviamente guardaba porque los apagones resultaban previsibles–, o retirando con premura el cable de la antena si el apagón se producía de resultas de una tormenta. A mí mismo ordeñando a mano las vacas hasta que alguien inventó una piececita que, colocada en el tubo de escape del tractor, permitía a la ordeñadora realizar su tarea. A todos con la certeza de que la avería sería resuelta en poco rato. Ahora, el apagón nos abocó a la paralización casi absoluta de las actividades, nos presentó un descenso a los infiernos, una secuela de interrogantes cuyas respuestas se empecinaban en mostrarnos quebradizos, vulnerables, fútiles. Respuestas sin respuestas ante el hecho.
No atisbamos solución al apagón pucelano. Encadena derrotas en este patético final, asume lastres que habrá de acarrear en el reinicio, desconoce las manos que habrán de dirigirlo en las distintas instancias de decisión... Su imagen como club, quebradiza, vulnerable, fútil, descorazona. Sobrevive, así lo transmite, encadenando patadas 'p'alante'–no escribo patada a seguir porque en el argot rugbístico se denomina de esta forma a un golpeo intencional al balón, un pateo con sentido–. En la respuesta del 'Ronaldo vete –o vende– ya' se esconde el riesgo, visto lo visto, leído lo leído, de que la alternativa aún empeore lo inempeorable. No es cuestión de ser agorero: cuando Ronaldo llegó, no lancé salvas. Como Santo Tomás, no lo haré con quien haya de venir hasta que palpe carne resurrecta.
Ante el Alavés, la tristeza por este devenir se me incrementó ante la circunstancia de que, pese a jugarse todos los encuentros a la misma hora, no hube de estar pendiente de las alteraciones de los marcadores en otros estadios. Siquiera para concebir una secuencia de imprevistos resultados, algún súbito gol ajeno que apremiase a mantener encendido el concentrador de oxígeno, una maquinita mutada a inútil una vez refrendado el apagón futbolístico blanquivioleta.
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