Nadie al volante
La Platería en llamas ·
Somos capaces de mirarnos al espejo y decirnos: «Quiero tanto a mi hijo que he instalado una alarma en el coche para no olvidarlo; lo que sea por ese pequeñín»Ando rayado desde que leí hace unos días la noticia de que un grupo de científicos de la Universidad de Waterloo desarrolla una alarma para ... evitar el olvido de niños y mascotas en el coche. Celebro, claro, que haya al menos una solución práctica para evitar la muerte cada año de decenas de niños abandonados involuntariamente en tales circunstancias. Lo que me raya, sin embargo, es la asunción social, sin atisbo de espanto, de que podemos olvidar a nuestros hijos durante un día pacífico y rutinario —sin que medie la desolación caótica y excepcional de un maremoto o de un bombardeo— y vivir con ello; que somos capaces de mirarnos al espejo todas las mañanas y decirnos sin que se nos caiga la cara en el seno del lavabo: «quiero tanto a mi hijo que he instalado una alarma en el coche para no olvidarlo; lo que sea por ese pequeñín».
La alarma atávica y natural más eficaz para evitar tales desatinos siempre fue la atención. Poco importa que fuera fruto del amor o de la desconfianza. La del amor exige respeto, presencia incondicional, algo que nuestros cerebros caprichosos y dispersos detestan. Por eso nos encantan los recordatorios y los avisos programados en el móvil que en un principio se ciñeron a obligaciones laborales y que finalmente han invadido nuestra vida cotidiana y afectiva.
Gracias a esas pequeñas sintonías, somos capaces de amar con gula sentimental mucho más de lo que somos capaces de mantener con vida en la memoria —no ya en el asiento trasero de un coche—, incluidos nuestros hijos y nuestras mascotas que ni chillan, ni lloran, ni ladran cuando desconectamos el motor y salimos del auto porque —pobres— confían en nosotros. Viven desatentos, guiados y conducidos. Si desconfiaran un poco de su padre o de su amo, activarían ellos mismos esa alarma que haría innecesaria la de los científicos de la Universidad de Waterloo.
Amar es hoy un gesto híbrido, mitad natural, mitad artificial. Cuánta comodidad gracias a la religión tecnológica que automatiza nuestras vidas. Pronto, un algoritmo producirá los análisis y las opiniones del día al tiempo que otro las interpretará y decidirá desde el modo de invertir en los mercados hasta los precios de la luz o del grano para fijar cada minuto nuestro rumbo, mientras nosotros nos mantenemos ajenos al asunto. Para la inteligencia artificial, un año de nuestras vidas habrá de suponer un milenio de la suya.
Pero que no nos inquiete tanta velocidad. La religión tecnológica no solo nos ofrece la posibilidad de despreocuparnos de nuestros hijos, sino la de sentarnos junto a ellos en el asiento trasero del coche. Puede que ya lo hagamos. Por eso contemplamos despreocupados los efectos del día a día mientras oteamos a través de la ventanilla y nos preguntamos si debería inquietarnos la marcha del presidente de Renault España cuando se nos informa de su fragmentación en varias compañías asociadas; o cerramos los ojos y nos dejamos mecer por los vaivenes del trayecto al tiempo que nos decimos que deberíamos empezar a preocuparnos ahora por la escenografía de gestos y reuniones que enmascaran las demoras y los cambios en el proyecto empresarial de Switch Mobility.
Acaso echemos cabezadas y sigamos adormilados mientras El Corte Inglés cierra su edificio de la calle Constitución o durante el toma y daca político que entretiene el avance de la Ciudad de la Justicia. Quién sabe. Cualquier cosa, con tal de rebajar las incómodas tensiones que nos mantienen todo el día alerta y pendientes.
Cuando el coche se detenga, la puerta se cierre y continuemos dentro, puede que nos preguntemos si se han olvidado de nosotros. Sin embargo, las alarmas naturales siguen sin saltar, como hacían antes, y aún no sé si es por falta de respeto o por exceso de confianza.
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