Ucrania: la brújula perdida del pacifismo
«Los horrores que perpetran los soldados rusos no son fábulas, son actos de un terrorismo de Estado que cuadra con la verdadera naturaleza de un espía del KGB llamado Vladimir Putin y su oficio de dictador disfrazado»
Las fértiles estepas a ambas riberas del Dnieper, extensas planicies agrícolas que dieron de comer durante siglos a los súbditos de los zares, a los ... guerreros cosacos y a los conquistadores tártaros de los kanatos, desde Moscú hasta Varsovia, mantienen la tradición secular y la topografía antigua de esas tierras llanas de un país con nombre de frontera: Ucrania. La religión y la guerra alimentan las aguas de ese río desde hace un milenio hasta los límites movedizos de imperios, ducados y confederaciones; pero nunca los ucranios lograron fijar esa frontera inestable.
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Bandas de aventureros, correrías de los guerreros tártaros, ejércitos imperiales y tropas de ataque o en fuga dieron al traste con sus aspiraciones de independencia, cuyo lamento cantó hace siglo y medio el poeta Tarás Shevchenko en su 'Testamento' de patriota y pacifista, contra el gobierno del zar Alejandro II y el imperio ruso: «Cuando muera, enterradme / en una tumba alta, / en medio de la estepa / de mi adorada Ucrania. / Así yo podré ver los campos anchurosos, / el Dnieper, sus represas agitadas, / y podré escuchar también / cómo braman sus aguas».
En aquel siglo XIX de tanto esplendor como violencia, las autoridades zaristas ansiaban convertir a Ucrania en una provincia más de su inmenso imperio, e impulsaron a tal fin la rusificación cultural, la imposición religiosa de la autoridad del patriarcado de Moscú y la proscripción de la iglesia uniata. La guerra de Ucrania está devolviendo a Rusia aquellos mismos planes de represión, que Stalin impuso también desde el Kremlin después de su victoria sangrienta contra los ejércitos alemanes en la II Guerra Mundial.
Con su estrategia bélica de arrasar palmo a palmo el territorio ucraniano que ambiciona ocupar a cañonazos, Vladímir Putin está fracasando en sus planes de conquista militar de Ucrania; pero mantiene con éxito notable el apoyo mayoritario de la opinión pública de los rusos y gana asimismo la simpatía y adhesión de medio centenar de sus países satélites africanos y asiáticos. Con su hábil y embustera maniobra informativa que practica sutil e inteligentemente a escala planetaria, el presidente ruso convoca también la comprensión de los movimientos pacifistas del mundo entero, contaminados por la nostalgia de un ideal soviético ya caducado, que tienen a Estados Unidos como el Satanás mundial y acusan a la OTAN de estar dirigida por los herederos del nazismo.
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Esos corrimientos y choques de ideologías y de leyendas caducas son el caldo de cultivo de un pacifismo falaz, cuya divulgación corre en paralelo con la estrategia informativa del Kremlin acerca de su brutal invasión de Ucrania, a la que la nomenclatura impuesta por ley obliga a llamar «operación militar especial», etiqueta que repiten en bucle en televisores y redes informáticas.
He aquí algunos de los embustes de consumo pacifista de esa guerra que ha expulsado de su país a más de cinco millones de ucranianos, ha causado la muerte de unas cincuenta mil víctimas y al menos un millar de muertos civiles en operaciones militares catalogadas ya como delitos contra la humanidad: «Entregar armas a la resistencia ucraniana convierte a los países de la OTAN en cobeligerantes». Es falso: la Carta de la ONU determina que «entregar armas a una nación invadida en violación del derecho internacional es legítimo y no confiere el estatus de cobeligerante». «La OTAN ansía expandirse en Ucrania». Falso: desde el 2008, la Alianza Atlántica se ha negado a aceptar la adhesión de Ucrania y Georgia para no provocar a Rusia. «En Ucrania manda un gobierno de nazis».
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Falso: en las últimas elecciones, los partidos de ultraderecha obtuvieren allí entre 3% y 5% de votos, la tercera parte o menos que en Francia, España o Italia. «Los rusoparlantes en Ucrania son perseguidos». Falso: en la resistencia de Mariúpol participaron y murieron rusos ucranianos, mientras Putin condecoraba en Moscú a «los Héroes de la Brigada 64» que protagonizaron la masacre de Bucha. A pesar de la propaganda rusa, que acusa al presidente Zelenski de toxicómano y ladrón, el peligro y el agresor fascista anida en el Kremlin.
La información es un arma aterradora que el Gobierno ruso emplea sin medida. Consignas, noticias, imágenes y vídeos falsificados circulan por las redes sociales elaboradas con la destreza y eficacia de sus autores, profesionales de esa fábrica incontrolable de bulos. Esa guerra de la información hace estragos en las redes sociales y es más eficaz que las denuncias de los crímenes del adversario practicadas durante la Primera Guerra Mundial. Los horrores que perpetran los soldados rusos no son fábulas, son actos de un terrorismo de Estado que cuadra con la verdadera naturaleza de un espía del KGB llamado Vladimir Putin y su oficio de dictador disfrazado.
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Sigue la guerra. Los campos cerealistas de las riberas del Dnieper son escenario también de una rapacidad vergonzosa que recuerda las hambrunas sufridas por los ucranianos: los soldados rusos llegados de Chechenia se apoderan de la producción y de la maquinaria agrícola, como si trataran de parangonar a los guerreros medievales. Esos saqueadores transportaron como botín de guerra hasta Grozny, la capital chechena, decenas de tractores y cosechadoras robadas a los granjeros de la región de Melitopol, cerca de la desembocadura del Dnieper en el mar de Azov. Con patriotismo inmoderado lo lloró Tarás Shevchenko: «Y cuando el río arrastre atravesando Ucrania / hasta la mar azul / tanta sangre adversaria, / dejaré los campos y los montes / y volaré hacia Dios. / Pero hasta que eso llegue de Dios no sabré nada».
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