La última mudanza de Asunción
«Con el pelo blanco bien peinado y un pañuelo azul al cuello, tenía la mirada profunda de los que han aprendido a ser dueños de sí mismos en cualquier situación»
A principios de los años noventa, Asunción vivía en el convento de Santa Cruz, monumento románico que tras la desamortización cayó en manos de la ... Diputación Provincial de Segovia. Resguardado en un paraje sombrío, a un paso del Eresma y rodeado por vegetación, antes que residencia de ancianos, el edificio había sido durante muchos años hospicio. Asunción llegó en su silla de ruedas, que manejaba con su mano derecha, la misma con la que tecleaba en su máquina de escribir, porque había perdido la movilidad del lado izquierdo. Con el pelo blanco bien peinado y un pañuelo azul al cuello, tenía la mirada profunda de los que han aprendido a ser dueños de sí mismos en cualquier situación. A Asunción le había tocado cambiar de vida, por lo menos, tres veces. Nació en Peñaflor, en Sevilla, y fue una de los muchos republicanos exiliados a Marruecos, por ser, como se decía entonces «de las otras ideas». Vivió durante años en Larache, donde trabajó como secretaria de dirección y aprendió a chapurrear el árabe, el francés y el inglés. Contaba que el pueblo marroquí era «espontáneo y trabajador, si hay gente que no les quiere es por ignorancia». En las primeras elecciones municipales de la democracia, en 1979, fue la única mujer en la lista por el Partido Comunista en su pueblo, aunque decía que le caía bien el Rey porque era «realista, y eso vale mucho»..
Todavía le esperaba otra mudanza, la última, a Segovia, más cerca de su hijo. En concreto vivió en el barrio de la Fuentecilla, junto a la antigua estación de tren. «Tuve un matrimonio con un compañero ideal, y un hijo maravilloso. Viví por todo lo alto hasta los 80 años», así resumía, sin rencor alguno, el lujo de haber podido moverse sola durante tanto tiempo. En los ratos difíciles, se aferraba al lema de sus padres: cada persona ha de trazarse un camino recto de honradez y bondad. En la residencia, ella protegió cuanto pudo su mundo privado. Seguía escribiendo poemas y enviando cartas a sus conocidos y, de cuando en cuando, mandaba unas líneas al periódico o a la radio local, para reclamar algo que no le parecía justo o para agradecer algo, como, por ejemplo, que en la procesión de La Fuencisla se parara frente a la residencia, por «acercar a la Virgen a un colectivo inválido, ávido de satisfacción». Desde su ventana, seguía participando de la vida.
Más o menos por estas fechas, hace ya treinta años, recibí unas líneas suyas. Me contaba que iban a trasladarles a todos los compañeros a la por entonces renovada residencia provincial, a las afueras. No le convencían los argumentos de que las instalaciones eran nuevas y que mejoraría la asistencia. Tenía miedo de irse del lugar en el que había imaginado terminar su último tramo, y alejarse de la ciudad, de lo que era ya cotidiano para ellos. Asunción buscaba, no sabía cómo, una intervención «estratégica» ─recuerdo bien esa palabra, porque me sentí una inútil−, que parara esa última mudanza de su vida de migrante. No llegó, y un día cualquiera, en unas pocas horas, los setenta ancianos de Santa Cruz fueron trasladados al nuevo centro; oí que algunos en ambulancia, otros en taxi, unos cuantos en autobús. Tampoco fuera se cuestionó el asunto. Se oía que el edificio se cedería a una universidad internacional, y eso era una puerta de esperanza para una ciudad ya por entonces predestinada a sacrificar su núcleo más valioso y propio a ser un contenedor turístico. Segovia ya se veía como Oxford, con un vecindario de profesores e investigadores en bicicleta, expectativas que se cumplieron muy parcialmente. Sobre todo, no pensamos en cómo afectaría todo ello a la vida normal de la ciudad, que se vería irremediablemente desplazada.
Los últimos años de Asunción transcurrieron en la residencia de la carretera de La Granja, que por entonces era una edificación rodeada de naturaleza, y que hoy es un islote acorralado por chalés, superficies comerciales, campo de golf y lo que vendrá. Sé que hasta el final ella continuó juntando palabras y repasando fotos y recuerdos. En la revista La Fuencisla, que guardan en los archivos del centro, firma una poesía sobre su niñez, cuando jugaba en Peñaflor a «las cuatro esquinas» y corría para asegurarse ese refugio que en su propia vida se le escurrió de las manos demasiadas veces. Los muertos, su lucha y esperanza, son parte también de nuestra comunidad. Como decía Emerson, no hay historia, solo biografías.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión