El lunes, mientras caminaba por la calle Santiago, había cola en la administración de lotería. Apenas un par de días antes, se producía la ... misma estampa frente a la de las Francesas. Y la pasada comenzó con gente en la calle de madrugada esperando la apertura del libro de reservas para 2026 de un conocido restaurante de Valladolid.
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No sé a usted, pero a mí con evocar las colas a las puertas de los supermercados durante la pandemia, me suben las pulsaciones. Así que no, no me busque en ninguna fila para comprar nada que no sea de primera necesidad, acudir al concierto del artista de moda o sentarme a degustar exquisiteces al alcance de pacientes. Mi tiempo es, además de oro, sólo mío, por mucho que la espera deliberada se haya convertido en una estrategia de mercadotecnia vinculada a la exclusividad.
Lo cierto es que el dinero no está al alcance de todos, pero el tiempo sí. O eso nos hacen creer, que es infinito, y que si no tenemos algo es porque no lo peleamos lo suficiente. No supimos esperar. Ya no es el dinero el que determina una vida de privilegios, ahora también exige tiempo. Como si eso sí nos sobrase o estuviese al alcance de todos.
Hay adictos a las colas. Gente llama a gente, ya sabe, porque si hay mucha es porque lo que dan es bueno o porque regalan algo. Y luego estamos los raritos. Los que huimos de las masificaciones, consideramos un lujo el silencio y valoramos nuestro tiempo como si nuestra vida dependiera de ello. Mi agenda no fía planes a largo plazo si eso supone desperdiciar un segundo de hoy, que es el que realmente importa y el único que existe. Sé que nunca comeré en determinados sitios, ni me tocarán ciertos números de lotería, pero me alegraré, no lo dude, si es usted el agraciado, y así nos sentimos todos privilegiados.
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