El suelo bajo sus pies
«Los referéndums son una fórmula rayana en el sainete para demostrar que está recuperando la iniciativa tras la derrota sufrida por Rusia en el campo de batalla»
Entre los mordaces epítetos que cuelgan estos días a Vladimir Putin los comentaristas más avisados, destacan los que reseñan así los entresijos de su presunta ... locura: el presidente ruso es un loco visionario, dionisíaco y orgiástico que nutre sus paranoias en privado con fantasías sin límites; o sea, un excéntrico peligroso que ejerce día y noche su autoridad redentora con el dedo apoyado en el botón nuclear. De esa locura cultivada y arenosa llena sus novelas el escritor perseguido Salman Rushdie, quien avisaría ahora a Putin con la clarividencia de su realismo mágico que ha comenzado a moverse el suelo bajo sus pies, como correspondió casi siempre a los más arriesgados personajes de la historia universal.
Con la presteza del estratega humillado en el campo de batalla frente al enemigo que despreció, Putin busca recuperar cuanto antes la imagen del astuto poderoso y confirmar que mantiene sus planes bélicos a todo riesgo. Para el jefe del Kremlin, la operación del referéndum en sus territorios limítrofes ya conquistados es ante todo una fórmula rayana en el sainete para demostrar que Rusia está recuperando la iniciativa, tras la derrota sufrida en el campo de batalla. He aquí su mensaje: Rusia ejerce su poderío y mantiene su intención de fagocitar a Ucrania, aunque la guerra se alargue y la invasión se consiga por retazos. Con esos referéndums títeres en las cuatro provincias ucranianas ya conquistadas, el presidente ruso ha dado a entender que llegará hasta el final, a pesar de las represalias internacionales de sus enemigos, la pérdida de algunos aliados y las reticencias de la población en las regiones ocupadas.
La conducta chapucera de esos referéndums en el contexto del conflicto bélico, cuyo resultado fingido entre urnas y pistolas se aplicará de inmediato, ha alcanzado la teatralidad de una antidemocracia con marca del Kremlin. En 2014, el referéndum para la anexión a Rusia de Crimea tuvo lugar al menos en presencia de observadores internacionales, politólogos y eurodiputados bastante favorables a Moscú quienes, bajo un falso compromiso de neutralidad, pudieron hacer preguntas a los votantes y comprobar la voluntad de su voto. Y como en aquella anexión de la península disputada, Rusia se dispone a declarar esta misma semana a estas regiones, único fruto de una guerra perdida, como parte integral del territorio ruso. La jerigonza pseudodemocrática permitirá al ejército ruso aplicar cualquier forma de represalia fulminante en el caso de un ataque externo a esos territorios, cuya soberanía ucraniana apoyan en la ONU la mayor parte de países, incluidos los más fieles al jefe del Kremlin como India, Irán y Turquía.
Entre las armas y las urnas, Vladimir Putin ha tomado una vía militar que pueda enmascararse al menos en una victoria parcial y transitoria, a la espera del confuso reclutamiento de urgentes levas de soldados, alistados en su mayor parte en las regiones asiáticas, las más pobres y lejanas de las grandes ciudades. No había un peor momento para llevar a cabo la invasión chulesca y no provocada de Ucrania por orden de Vladimir Putin, una calamidad más excepcionalmente mala tras la epidemia mundial de la covid-19 que está desviando la atención mundial y los recursos necesarios para mitigar el cambio climático y el incontenible deterioro medioambiental. El ataque de Rusia a Ucrania es realmente la verdadera primera guerra mundial seguida con temor por la población del planeta a través de los medios de información, las redes sociales y los teléfonos inteligentes, porque los ciudadanos de todos los países, más allá de bloques político e ideologías, se sienten afectados por los nefastos efectos de esta guerra económica, geopolítica y, lo más importante, el deterioro ambientalmente. Lo que sucede ahora entre Ucrania y Rusia no se queda entre Ucrania y Rusia: el mundo atraviesa un tiempo más inestable que nunca y el suelo se mueve bajo los pies de toda la humanidad.
Los designios hegemónicos de Putin nacen de un antiliberalismo aplicado a la política universal. Esa ideología de gran actualidad encuentra otros intérpretes y promotores en países cercanos a nosotros los europeos, como la Hungría de Orbán y los regímenes patrióticos sobrevenidos en Suecia e Italia, cuyos principios y milagros prometidos son peligrosamente contagiosos: el rechazo a las instituciones multinacionales, la prioridad del Estado-nación y el recorte a los derechos de las minorías.
Putin ha manejado magistralmente desde la sombra su destino político durante veintidós años y su impecable autoritarismo permitido por la esclavitud del pueblo ruso podría convertirse en un solemne fiasco. Ninguno de los experimentos del gran líder parece funcionar según lo previsto: la movilización de reservistas destinados a aplastar definitivamente a Ucrania, el éxodo de cientos de miles de sus ciudadanos que se escapan a los países vecinos para evitar su recluta, mientras los militares buscan carne de cañón peinando a las minorías étnicas, y la pérdida creciente de la lealtad de sus aliados más poderosos, como China.
Las frustraciones de Putin están debilitando su influencia en algunas zonas del mapamundi del poder y alejan también a China, cuyos líderes han demostrado en su historia que prefieren siempre el comercio a la guerra. El único comercio que rechazaron fue el del opio, impuesto por los británicos. China está cansada de la guerra, pues corre el riesgo de romper la dinámica del comercio mundial. Y en esa contingencia del suelo que tiembla bajo sus pies, Putin amenaza con un ataque nuclear táctico contra Ucrania, una operación de escasa alarma militar en Occidente que provocaría el irremediable aislamiento diplomático de Moscú a escala planetaria.
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