Sinrazones de una guerra
Y es que se diría que Putin y los suyos sienten hacia lo occidental el mismo odio que los bárbaros por las estatuas romanas que mutilaban e intentaban destruir, a pesar de lo costoso que ello fuese
Putin ha anunciado el fin de la hegemonía de Occidente. Triste arcángel de las estepas interminables y comentarista en directo del apocalipsis, el presidente ruso apenas disimula sus verdaderos propósitos e irrenunciables motivaciones: acabar con un modelo político y un estilo de vida –los de Europa– que dejan al descubierto todas sus falacias. Porque se puede vivir en orden y prosperar sin que haya que aplastar la libertad de opinión o pisotear los derechos humanos de propios y extraños.
Putin predice el declive del envidiado bienestar occidental, pero reconoce -así- su incapacidad para entrar con el país que gobierna a formar parte de él. En su cosmovisión, ni la igualdad ni la justicia ni la vida humana importan: sólo el ejercicio del poder. Putin se impone a sí mismo la ignominiosa misión de devastar Ucrania por constituir con su historia más reciente un ejemplo de que puede elegirse la democracia y salir adelante; que el sistema europeo de libertades no conduce necesariamente a la decadencia; y, por eso, resulta tan peligroso para Putin que Ucrania sobreviva; e intolerable que esta nación prefiriera ser como los países de Europa en vez de una provincia rusa.
La geopolítica y las estrategias militares de las que tanto se habla en las tertulias televisivas o radiofónicas y a las que el propio presidente Putin ha aludido en más de una ocasión son –en realidad– secundarias. No se trata de que la seguridad de Rusia se vea amenazada si no dispone alrededor de un cinturón de repúblicas afines: lo que le importa a un dictador como él es arrasar todo aquello que –estando en su órbita– osa ser o comportarse de manera diferente a la única que los tiranos entienden y conocen. Putin y su lacayo –o ministro de exteriores– no escatiman mentiras: el despliegue de sus tropas en torno a las fronteras de Ucrania no era para invadir nada, sino para efectuar inocuas operaciones militares (y mera histeria el temor que asaltó entonces a las potencias occidentales); las víctimas bombardeadas, muertas o heridas en un hospital maternal y un psiquiátrico ucranianos estaban siendo representadas por actores profesionales; los sanguinarios mercenarios chechenos y sirios a los que se ha recurrido como fuerza de choque no son sino altruistas voluntarios deseosos de luchar contra presuntos nazis (los cuales, paradójicamente, parecen militar más en el ejército invasor que en el de los invadidos).
Y es que se diría que Putin y los suyos sienten hacia lo occidental el mismo odio que los bárbaros por las estatuas romanas que mutilaban e intentaban destruir, a pesar de lo costoso que ello fuese. No tanto porque –según su pretexto– representaran a dioses adorados por idólatras como por una mezcla de rabia e impotencia hacia lo bello y lo bueno; por su íntima imposibilidad de disfrutarlo. El mundo grecorromano era el enemigo por batir; el mundo con el que se quería acabar. No por decadente, por inmoral, sino por inalcanzable. Y que no se malentienda esta polarización: no debe reducirse a viejas y simplistas oposiciones entre Este y Oeste, u Oriente y Occidente.
A estas alturas, no cabe duda de quiénes luchan por su libertad y quiénes agreden; de quiénes quieren salvar lo mejor de lo humano y quiénes se han instalado en la barbarie y la inhumanidad. Que el ataque venga de Rusia y la desesperada defensa de la democracia por Ucrania seguramente no es casual. Sin embargo, la 'predisposición autoritaria' no resulta en absoluto exclusiva de una u otra latitud. Como señala Anne Applebaum, en Grecia, cuna del método democrático y, más importante aún, de la invención del concepto de 'persona' con un reconocimiento a sus derechos, «la historia parece repetirse en un movimiento circular». De democracia a una oligarquía o dictadura y al revés. «Así será porque así ha sido siempre, ya desde la originaria república ateniense». Los bárbaros llevaban mucho tiempo en Roma cuando fue tomada. Algunas gentes buscan, hoy, entre nosotros, la «restauración del pasado» ante un presente muy incierto; soluciones simples en un panorama demasiado complejo. Y asumen, por tanto, el final de la libertad y de la democracia.