Ser amable es demodé. Se lleva más ser incisivo o pedante. Lo pienso después de ver en el cine el último trabajo de Martin McDonagh, ' ... Almas en pena de Inisherin'. En su retrato de la Irlanda de los años 20 es fácil entender por qué ha pasado a mejor vida el sentido del saber estar.
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Toda la película es un ejemplo de contención exquisito. 114 minutos, diálogos quirúrgicos, planos sencillos, estética sobria, argumento único.
Los protagonistas, aunque distintamente terroríficos, comparten un rasgo de otra de época: la conciencia de la 'separatidad' humana y una fuerte presencia de la muerte que les hace proyectar una actitud de entereza ante el mundo, una mirada generosa ante las inclemencias del día a día.
Queda muy poca gente así, amable por convicción, serena, vital, que –como Siobhán, la hermana de uno de los protagonistas– sabe cuándo dar un golpe de efecto y cuándo dejarlo estar.
Falta 'swing', falta fundamento, como decía Ortega y Gasset. Escasean los elegantes por contención, con sensibilidad para la convivencia. Esta obra sirve de advertencia: es preciso identificarlos pronto.
Para Chillida la amabilidad era la expresión de la mínima esencia para dejar que las cosas se expresen libremente. Para Scheler, era «saber palpar el alma ajena», tener ese sentido de la intuición, esa empatía hacia el otro. Para D. Riezu tiene que ver con ser honesto. Para Delibes era su mujer. Todos coinciden con McDonagh en una cosa: ser amable es saber gestionar el silencio.
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