Salman Rushdie y el oficio de vivir
«Es triste ver cómo esa infame agresión ha sido recibida con aplausos y satisfacción evidente no solo en Irán, sino en muchos otros países musulmanes. Ni siquiera medios de comunicación aparentemente libres de esos países lo han condenado»
El escritor caminaba de espaldas escoltado por dos guardias armados, enhiesto y con ritmo de desfile militar, bajo una arcada solemne como de claustro conventual. ... Es la primera imagen que conservo en la memoria de aquel encuentro reservado con Salman Rushdie, el otoño de 1999, en un edificio noble a las afueras de la ciudad de New Jersey. La editorial norteamericana de su nuevo libro 'El suelo bajo sus pies' había invitado a una decena de periodistas europeos con un extraño mensaje en el que se pedía discreción y señalaba la hora del encuentro y el lugar preciso, a la salida del metro en la estación de Hobeken. Bien merecía atravesar el río Hudson para conocer al escritor más amenazado del mundo y en la clandestinidad desde hacía una década. Las ediciones de su novela 'Los versos satánicos' seguían llenando los anaqueles de las librerías neoyorquinas y corría el rumor de que su autor preparaba un giro en su vida de fugitivo sin causa, cambiando su residencia en Londres por algún lugar escondido y discreto en Nueva York.
A pesar de su acomodada vida y rica educación en Londres y en Bombay, su ciudad natal, la vida de Salman Rushdie ha vivido el episodio de una carrera de resistencia, desde el grave contagio de una fiebre tifoidea a los dos años de edad hasta la fatwa dictada en 1989 por el ayatolá Jomeini, que pedía así su asesinato: «Hago un llamamiento a todos los musulmanes celosos para que lo ejecuten rápidamente, dondequiera que lo encuentren», proclamó el Líder Supremo de Irán. Rushdie tuvo sobre su mesa mientras escribía 'Los Versos satánicos' esta nota profética: «Escribir un libro es como suscribir el pacto de Fausto con Mefistófeles, pero en sentido inverso. Para ganar la inmortalidad, o al menos para conquistar la posteridad, uno pierde, o al menos compromete, su verdadera existencia diaria». No podía imaginar entonces que, por vender al Diablo su alma a cambio de juventud y éxito, ese libro lo condenaría a una vida de paria y lo convertiría en un hombre muerto.
Las metáforas que impulsan sus ficciones, con exuberantes saltos entre significados reales y figurativos, realismo y fantasía, sagrado y profano, han puesto en peligro la vida y la libertad de Salman Rushdie. En su vibrante autobiografía 'Joseph Anton', cuenta con pormenores los gozos y las sombras de los años de su vida de recluso: el terror cotidiano, el sentimiento de injusticia y frustración, los cambios de escondite cada semana, la desventura de no ver a los familiares y amigos, la humillación de llevar peluca, la imposibilidad de construir una nueva vida, la insoportable mezcla de soledad absoluta y ausencia de intimidad. Rushdie se convierte en uno de los personajes de su novela, un extraño para sí mismo con múltiples identidades, la de sus admirados Anton Chejov y Joseph Conrad, el solitario y el héroe, las dos caras de su misma biografía que se rige por este precepto vital que le salva de la melancolía y la derrota: «Debo vivir hasta que muera».
A pesar de esas vacunas literarias, Salman Rushdie ha vivido la mitad de su vida sintiendo su muerte en los talones. Ha sido él objeto de veinte intentos de asesinato, y una decena de amigos y colaboradores perdieron la vida o fueron heridos por la condena de la fatwa del ayatolá Ruhollah Jomeini. En 1991, Ettore Capriolo, el traductor italiano de 'Los versos satánicos', resultó gravemente herido en un atentado; el traductor japonés, Hitoshi Igarashi, fue apuñalado mortalmente; el editor noruego del libro blasfemo, William Nygaard, fue tiroteado por la espalda y el traductor turco Aziz Nesin escapó de un incendio provocado en el que murieron 37 personas.
A su cita con los periodistas en New Jersey, Salman Rushdie llegó con una escolta de guardaespaldas, convencido de que «lo peor había pasado» y unas ganas infinitas de recobrar su vida normal. Buscaba contestar allí a las pistolas y a los cuchillos de sus asesinos con un alegato por la libertad del escritor.
Tampoco el asesino fanático que le dio diez puñaladas en Nueva York ha logrado matar a Salman Rushdie, pero es triste ver cómo esa infame agresión ha sido recibida con aplausos y satisfacción evidente no solo en Irán, sino en muchos otros países musulmanes. Pocos ciudadanos de esas dictaduras corruptas condenan con sinceridad el intento de asesinar a Rushdie, pero solo expresan su pesar a puerta cerrada y entre amigos.
Ni siquiera los campeones de medios de comunicación aparentemente libres en esos países se atreven a ejercer esa libertad con su desaprobación.
De aquel encuentro con Rushdie en New Jersey hace más de dos décadas conservo esta revelación extraña, su norma para soportar el riesgo del escritor: «Si usted ve el toro de lejos, la escena no es emocionante; pero si el toro te va a embestir, tus movimientos deben ser perfectos, pues de lo contrario terminarás mal. Es peligroso pero emocionante». La respuesta vital ante el estatus incierto del escritor libre, aunque esté guiado por los códigos volubles de la veleta humana, nunca fue la retirada del gladiador, sino el desafío al Emperador mismo. La magia más que la ficción pueblan las páginas de Salman Rushdie, «ateo de la línea dura», según el formulario vital de un fervoroso narrador del realismo mágico, que ha hecho de su vida una valerosa resistencia sin límites frente a la intransigencia y el sectarismo rencoroso, argumento literario a veces y guía segura del oficio de vivir.
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