Sigue rugiendo el volcán de Cumbre Vieja, asolando el paraíso isleño de La Palma, y nuestra ministra Reyes Maroto afinó la semana pasada la puntería ... de los deslices al declarar que eso constituía «un reclamo» para el turismo, ya que se trata de «un espectáculo maravilloso» y «los hoteles siguen abiertos», lapsus que corrigió enseguida y que mejor hubiera sido no magnificar ni politizar, admitiendo su derecho a equivocarse y reconociendo que en este país del mantenella y no enmedalla supo rectificar. Lo importantes es que las administraciones públicas, bien concertadas, han respondido.
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La explosión volcánica de La Palma constituye una calamidad de proporciones bíblicas: casas engullidas, infraestructuras destrozadas, vidas deshechas y el horizonte del futuro inmediato dominado por la negritud funeral de la incertidumbre. La caída de la torre de la iglesia de Todoque ha sido un símbolo. Nadie sabe cuánto durarán las emisiones ni hasta dónde llegará la violencia de unas erupciones que han ido a más desde que algunos expertos diagnosticaron que empezaban a ceder, aunque la llegada por fin de la lava al mar representa un alivio.
Es evidente que las tierras arrasadas quedarán infértiles al menos durante cientos de años, transformadas en un malpaís que algún día tal vez se parezca al Malpaís de la Corona de Lanzarote, que en su áspera belleza acoge maravillas sin cuento, pero eso será en una edad que ni siquiera alcanzamos a imaginar. Por eso, lo que ahora toca es apagar el rugido del volcán con un rio de ayudas más caudaloso y cálido que el de la lava.
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