Koldos como hongos
«Los tipos, abigarrados y perfumados de un modo masticable, me condujeron hasta el templo gastronómico en un mercedes imponente»
Directivos de una empresa que pugnaba por vendernos consumibles me invitaron a cenar en un restaurante de primer nivel, al que poco tiempo más tarde ... otorgaron una estrella Michelin. Corría 1992, y yo era un veinteañero directivo de un periódico de provincias que había adquirido tecnología de vanguardia. Los tipos, abigarrados y perfumados de un modo masticable, me condujeron hasta el templo gastronómico en un mercedes imponente. El espacio de dos plantas estaba decorado con un gusto exquisito. El personal nos agasajó con tanta liturgia meliflua que tuve la sensación de que ya habíamos ingerido el postre. El empalago me revolvió el estómago.
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Una vez sentados, comenzó el ceremonial de machismo y risotadas. Mientras ojeaban la críptica carta, arrancó el primer (y único) acto. «Bueno... qué tal estás, estáis haciendo un trabajo increíble y se nota que eres clave. Estamos comprometidos con vuestro proyecto y dispuestos a ofreceros unos precios imbatibles. Quienes os suministran material ahora son unos tíos serios, pero creo que se están pasando aplicando esos precios: acabáis de afrontar una inversión tremenda y no creo que el sobrecoste que pagáis esté acorde con los planes de futuro del periódico. Además, en asuntos de negocios, cuando hay dinero, hay dinero para todos». En este punto, sufrí una contracción en la duramadre. Llegó el camarero y los tipos pidieron lo mejor de un menú bien regado. Opté por un par de huevos fritos con patatas y un vaso de leche fría, como declaración de intenciones, fuera de carta. La velada se contrajo, y quienes se deshicieron en lisonjas, trocaron en témpanos con mucha prisa. El diario prosiguió con nuestro suministrador habitual y no volví a ver a aquellos apóstoles del ruido sin nueces. Muy shakespeariano.
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