Un termómetro marca 40 grados en Valladolid. R. Jiménez
Parresía

Gente de 10

«Pensemos en todas las personas que siguen trabajando con demasiado calor, gente que no presume de títulos inexistentes, gente que conoce y practica bien su oficio»

Ayer sábado fue el plenilunio de agosto. No habrá otra luna llena hasta septiembre, cuando regresemos a nuestros menesteres profesionales tras las vacaciones. Hoy, día ... diez, pensemos en todas las personas que siguen trabajando con demasiado calor, gente que no presume de títulos inexistentes, gente que conoce y practica bien su oficio, gente que merece un 10.

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Diez es un sobresaliente, la nota que pondría a cocineros y bomberos. No nueve, sino diez. Este día de agosto celebramos San Lorenzo, su patrono. Gracias a ambos gremios disfrutamos de la comida y estamos protegidos del fuego. Dos necesidades básicas del ser humano que se intensifican en verano, cuando vamos más a los restaurantes, cuando también hay un gran riesgo de incendio.

Después de una semana infernal, viene al caso recordar el martirio de la parrilla. Imaginen ustedes las temperaturas que se alcanzan en las cocinas. Piensen en los grados soportados en medio de un bosque ardiendo. Quienes aguantan tales condiciones laborales demuestran una capacidad fuera de lo común para servir a los demás. Justo en agosto, cuando millones descansan, sus jornadas se multiplican.

Otras personas también trabajan a pleno sol, en la canícula. Obreros en las carreteras, constructores de obras civiles, profesionales de la seguridad, de la limpieza, prestadores de servicios que se necesitan mucho en este tiempo. Tenemos hielo, refrescos, aparatos de aire acondicionado, ventiladores o abanicos porque alguien los ha transportado hasta donde se venden. Gracias a los camioneros, los limpiadores, aquellos comerciantes que no cierran porque saben que prestan un servicio al público.

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Por supuesto, agricultores y ganaderos merecen el mismo reconocimiento. Si toca regar o cosechar, el termómetro no es excusa. Entre ellos, mi suegro y mi cuñado pasan la tarde cultivando sus huertas, a cuarenta grados. Degustamos calabacines y berenjenas, sandías y patatas, por su esfuerzo y sacrificio. En los pueblos, alguien tiene que dar de comer a las gallinas, las ovejas, vacas o cerdos. Mujeres, hombres, familias enteras ofrecen su producción y buen ejemplo a los ociosos veraneantes.

Aunque estemos de vacaciones, seamos conscientes de todo aquello que nos permite descansar con provisiones. Allá donde estemos, al disfrutar del espectáculo de las Perseidas, demos las gracias por los buenos alimentos, separemos el trigo de la paja, sepamos discernir el valor humano de la mezquindad, la virtud del vicio. Logremos identificar a la buena gente que hace la vida más agradable a los demás. Recuperaremos la confianza en el ser humano si nos paramos a mirar su forma de hacer, la diligencia con la que un camarero atiende varias mesas, la paciencia de cualquier salvavidas en una piscina municipal.

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Son las virtudes cotidianas, el universal humano de solidaridad, la verdadera empatía, no esa bobada que llaman soft skills y usan las organizaciones para adoctrinar a su personal en la capacidad de tragar sapos y decir que sí a todo (a eso lo llaman «trabajo en equipo»). Los buenos profesionales son personas normales, conscientes de su quehacer y atentos a las implicaciones morales de cada decisión, con sentido común.

Queda gente así. Todavía hay cocineros que quieren dar de comer en medio del desastre – el español José Andrés, auténtico merecedor del Nobel de la Paz–; aún existen bomberos dispuestos a jugarse la piel por los demás contra las llamas. Y va siendo hora de poner a esas mujeres, esos hombres, en las portadas de los medios de comunicación. Estamos hartos de ver a diputados permanentes, senadores inamovibles, amigos de poderosos que saltan de una sinecura a otra, expertos en hacer la pelota a sus padrinos en los partidos políticos.

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Obviemos ese colectivo y pensemos más en quienes apagan los fuegos, ponen el plato en la mesa, cultivan cebollas, trabajan en las redacciones de los periódicos, ordeñan cada mañana o cuidan ancianos y enfermos en residencias y hospitales. Hacen todo eso y contribuyen a sostener una sociedad sin estrépitos, con la misma regularidad fiable de la luna y las estrellas, con la naturalidad de las cosechas, hermosas e imprescindibles cada verano, cuando se llenan los silos de cereal y maduran las uvas que serán vendimiadas por gentes de aquí o allá, porque en todos los lugares hay gente de diez.

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