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De la inundación informativa que ha desatado la muerte del Papa Francisco, rescato el comentario de un periodista que se decía agnóstico: «¡se echa de ... menos a Dios!». Extraña la ausencia de Dios en el funeral de su representante en la tierra, sobre todo si quien lo advierte es alguien que, de entrada, dice no saber quién es Dios.
La denuncia puede ser catalogada como un brillante apunte o un ingeniosoestrambote, pero quizá como algo más. Si tenemos en cuenta cómo llegó Francisco al Vaticano, con su olor a rebaño, y cómo salió, a hombros entre aplausos de los grandes de este mundo, surge la pregunta de si logró o no imponer lo que quería. Habló alto y claro contra la guerra, contra el capitalismo, contra la emigración, tres graves asuntos sobre los que discrepaba con la mayoría de los que le despedían con un aplauso. Si el Dios al que se refería el periodista tenía algo que ver con el espíritu que inspiró las palabras de Francisco contra la guerra, a favor de los emigrantes y contra el capitalismo, la pregunta sobre Dios, tenía su aquel.
En el funeral había ciertamente mucho de religión (actores, palabras y gestos, vestidos y sonidos). Todo eso no parecía molestar, al contrario, a los representantes del poder, que se sentían tan a gusto ejerciendo de figurantes en la liturgia que se estaba desarrollando en el incomparable marco artístico e histórico del Vaticano. Sólo Dios no habría comparecido, a los ojos del periodista. Pero ¿dónde estaría Dios?.
Esa es una de las preguntas más inquietantes que podemos hacernos. Hay otra, mucho más socorrida, que provocó en el pasado ríos de tinta y de sangre, pero que ya no inquieta: si Dios existe. Ya da lo mismo porque vivimos «como si Dios no existiera». Poco importa si existe o no, si nadie pregunta por él. Otra cosa es si, como en el caso del periodista agnóstico, alguien pregunta «¿dónde está Dios?» pues deja la puerta abierta a que el interpelado aparezca o deje alguna señal de que está por allí.
Esa pregunta tiene su historia. Sabemos que fue dicha en muchos tonos, desde el susurro a la indignación, en los barracones de los campos de exterminio. Los hijos del pueblo escogido no dejaban de preguntarse dónde estaba Dios cuando eran llevados como ovejas al matadero. Elie Wiesel, un superviviente de Auschwitz, cuenta que un buen día los prisioneros fueron convocados para asistir a la ejecución de tres osados que habían intentado huir. Uno de ellos era un niño. A la vista de sus cuerpos colgados del patíbulo alguien rompió el silencio gritando «pero dónde está Dios», a lo que otra voz respondió: «ahí, colgado».
Si Dios callaba era porque compartía la suerte de los perdedores. Como si estuviera más interesado en denunciar la injusticia del sufrimiento de tantos inocentes que en demostrar la fuerza de su poder. Teólogos judíos, protestantes y católicos coinciden en que esa experiencia de los campos ha obligado a revisar la imagen del Dios Todopoderoso que ha dominado la historia de la Iglesia o de la Sinagoga. Francisco se situaría en la tradición del Dios compasivo y sufriente. Si el periodista se preguntaba por el Dios de Francisco tendría que fijarse en los pocos que se estaban haciendo ahora esa pregunta y no entre los que ya tenían la respuesta o no les interesaba la pregunta. No estaría necesariamente en la bancada de los grandes invitados sino entre 'le petit peuple'.
Señalar la ausencia de Dios en el funeral del un Papa, tal y como hace el periodista, podría llevarnos a la demagógica respuesta de contraponer el evangelio a la Iglesia, el carisma a la institución, el profetismo a la profesión. Digo que sería una respuesta demagógica porque si no fuera por la institución, el carisma se habría disuelto en el camino. Tenemos que asumir que en el caso del cristianismo, como de cualquier otro movimiento milenario, «no hay un solo documento de cultura que no lo sea también de barbarie». La historia de los Papas es una buena prueba de esa conllevanza entre arte o espíritu y violencia o inhumanidad.
Dicho esto, lo que plantea la muerte del Papa Francisco, es si el giro histórico que él ha iniciado va a ser devorado por la Institución religiosa o va a seguir haciendo camino. Todo dependerá de si los electores del sucesor van a tener en cuenta o no por qué vino Francisco o, mejor, por qué dimitió Benedicto XVI. Francisco no vino para reforzar una línea, ni para equilibrar un desajuste, sino por un descubrimiento mayúsculo de Benedicto XVI que había sido ignorado durante siglos, a saber, que la Iglesia no era la Ciudad de Dios, el espacio de los santos y elegidos, sino un campo de batalla en el que las fuerzas del mal luchaban contra las del bien (unas y otras en nombre de la religión). Esto que, según propia confesión, el Papa alemán había aprendido releyendo al maestro de San Agustín, un tal Ticonius, es lo que explica su gesto de abandono y la llegada providencial de Francisco. El inflexible alemán no se sentía con fuerzas para abrir el frente interno. Si los electores vuelven a confundir la Iglesia con la Ciudad de Dios, Francisco habrá muerto de verdad con todos esos honores que tan poca gracia le hacían.
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