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Eché en falta a la cineasta Arantxa Aguirre en la Seminci del pasado otoño porque su película, 'Ciento volando', se estrenó en el Festival de San Sebastián y no pudo participar en la última edición del nuestro. Qué le voy a hacer. Me he ... acostumbrado a la visita periódica de sus películas desde que descubrí su trabajo como documentalista hace mucho, no recuerdo el año, gracias a aquella emotiva 'El esfuerzo y el ánimo' que abordaba con intensidad contagiosa el vacío surgido por la muerte de Maurice Bèjart entre los miembros de su compañía y afrontaba el desafío que supuso para Gil Roman, su primer bailarín, el mantenimiento de un rumbo incierto que posibilitara la continuidad conceptual de su proyecto.
Después vendrían otras películas. Siempre enjundiosas y elegantes; poseedoras, sin embargo, de una sencillez laboriosa. Recuerdo con deleite el periplo homérico de aquella colección de cuadros firmados por Zurbarán, 'Jacob y sus doce hijos', y la especial atención de Aguirre no solo a la trascendencia social de las obras, o al poder simbólico y regenerador del arte en todas sus manifestaciones, sino al trabajo delicado de pervivencia que requieren y que supera a menudo la solución convenida al carácter efímero de las artes de conservatorio –es decir, la danza, la música y el teatro– para anidar también en la pintura, la arquitectura y la escultura.
Y si recuerdo hoy la falta que le puse a Arantxa Aguirre durante la última Seminci es porque al fin se estrenó 'Ciento volando' en salas comerciales y pude acercarme a través de su mirada a ese santuario de contemplación que es el Chillida Leku, en Hernani; un hogar al raso, bajo la bóveda celeste, que tanto el artista como su esposa imaginaron, cultivaron y alzaron durante casi dos décadas.
La película de Aguirre es un paseo dialogado por ese prodigioso jardín en el que la vida es capaz de manifestarse igualmente leñosa o en óxido de acero corten. Un jardín sereno que alberga rincones lúcidos, o claros propicios para la quietud, y que escucha con atención sacerdotal el canto de los pájaros, el rumor del viento o las palabras de quienes recuerdan al artista.
Se consideró Eduardo Chillida un arquitecto del vacío y Arantxa Aguirre ha sabido siluetear su ausencia con el testimonio de quienes trabajaron y vivieron con él. Sobre la matemática pautada de Bach estampa Arantxa aves voladoras de una sola tinta que se hunden, como las formas que pastorean los blancos en los grabados de Chillida, sobre la palidez del cielo invernal. Imprime también árboles desnudos que a contraluz se tornan dibujos del artista, esculturas del jardinero que reposa, como un escultor del tiempo, junto al domador de metales y su esposa. Arantxa Aguirre nos compara la obra del mundo y la de Eduardo Chillida, el escultor de la fragua capaz de doblegar la voluntad del hierro hasta convertirlo en una criatura más de la casa común en este Neolítico que aún transitamos.
Contemplando las hermosas transiciones estacionales de 'Ciento volando' recordé las que Arturo Dueñas filmó para 'Tierras construidas', su película sobre Cuadrado Lomas, y pensé que a la fortuna de contar con artistas tan inmensos ha de acompañarle siempre no solo la suerte de contar con quienes sean capaces de mirar a través de sus obras, sino la fortuna de compartirlo con tanta generosidad. Porque pienso en Chillida Leku, en los desvelos y las voluntades que han debido conciliarse para que hoy la película de Aguirre entable un diálogo tan luminoso con la obra del escultor y no puedo evitar preguntarme cuántos peldaños de la larga escalera institucional ha de subir aún la ciudad y la familia hasta franquear el umbral del museo de Miguel Delibes; un anhelo que ya tarda.
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