Trabajo, consumo y vítores
«El encofrado de los pórticos radiales alzaba aquellas costillas de hormigón armado que se imponían en el horizonte como la inmensa caja torácica de una criatura colosal»
En julio de 1981, las obras del nuevo estadio José Zorrilla iban a buen ritmo. Lo recuerdo bien porque a mi amigo Goyo y a ... mí nos dio por visitarlas a diario en bicicleta durante varias semanas, hasta que los planes que en agosto dispusieron nuestras familias acabaron alejándonos, tanto de aquel lugar como entre nosotros.
Sin embargo, jamás nos acercábamos en extremo, como hubiera hecho un jubilado con ínfulas de ingeniero que, de haber querido, se habría pasado las horas muertas junto a alguna de las vallas que acotaban aquella obra, con las manos entrelazadas a la espalda y los ojos entornados, señalando en voz alta los errores de los obreros novatos y ambicionando con envidioso silencio los avances en factura y seguridad que mostrara el oficio desde los años en que acaso él dejó de desempeñarlo.
Por nuestra parte, Goyo y yo nos conformábamos con una superficial y poco detallada visión de conjunto, somera, distante y panorámica, que jamás se cobró cada tarde más de dos minutos de nuestro asueto. Primero, porque el sol lo aplastaba todo en aquel paraje achicharrado, sin una sola sombra que echarse a la cabeza; segundo, porque evitábamos en la medida de lo posible que algún operario reparase en nuestra presencia y acabase echándonos de allí entre aspavientos y farfullas; tercero, y acaso definitivo, porque nuestra curiosidad de niños era impaciente y concisa, puede que incluso fotográfica. Con una impresión diaria en la memoria teníamos más que suficiente para comprobar el avance de las obras. Echábamos nuestro rutinario vistazo y rápidamente continuábamos el habitual y azaroso recorrido de cada tarde hacia el Puente Mayor, o hacia el Puente Colgante –nuestra cara y nuestra cruz que decidía destino–, para adentrarnos en los barrios del norte, hasta las inmediaciones del cementerio del Carmen, o para callejear sin rumbo fijo por el centro, desde el viaducto de Arco de Ladrillo, que ya entonces producía idénticos escalofríos a los de hoy al pasar por debajo, o desde la estación de autobuses, que hace cuarenta y cuatro años ya mostraba los mismos rincones sórdidos y comenzaba a sufrir el mal de una irreparable decadencia.
Sin embargo, y a pesar de tanta improvisación, nuestro ritual era siempre el mismo. Después de una partida al Pacman, que ya nos sabíamos de memoria hasta la undécima pantalla, pedaleábamos en bici hacia las ruinas del monasterio del Prado. Dejábamos a un lado algún taller de coches, alguna nave industrial y la subestación eléctrica que marcaba la frontera de la ciudad, a lo largo de aquella bacheada carretera de Salamanca, y nos adentrábamos por los caminos polvorientos del Caño Hondo, escoltados por cardos y amapolas, no muy lejos del caserón abandonado de la Granja José Antonio.
Entre grúas y sobre un trasiego constante de camiones cargados con tierra removida, el encofrado de los pórticos radiales alzaba aquellas costillas de hormigón armado, que se imponían en el horizonte a las espigas ya doradas de trigo y de cebada, como la inmensa caja torácica de una criatura colosal. ¿Qué es un estadio de fútbol, sino una catedral contemporánea que respira sueños capaz de nutrirse con la identidad y el fervor transpirado por los poros de nuestra localidad, nación o continente?
Entonces no reparábamos en ello, pero todas aquellas tardes contemplábamos sin saberlo el tríptico catedralicio de una religión. A nuestra izquierda bullía Continente, el primer gran centro comercial de Valladolid. A nuestra derecha, aún resistían las tierras de labor en retirada. Y en el centro de aquel altar futurista, se alzaba día a día el nuevo santuario del espectáculo. Trabajo, consumo y distracción. Los tres pilares que sostienen la tierra plana.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión