Las reglas del juego
«Un nuevo informe hecho a medida afirmará que la burbuja inmobiliaria podría volver a financiar lo de los muros pantalla y el bulevar con seis carriles y veintiséis terrazas»
El juego de la oca es una luminosa alegoría de la vida. Su retícula segmentada por septenios pauta los latidos fundamentales de cualquier biografía plebeya, ... como es la mía y acaso la suya, un tanto alejadas de esas otras que nacen con el pedigrí enredado en un blasón.
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Puede que el periplo hasta la oca final se muestre breve a nuestros ojos porque culmina en la casilla 63, un número de años que se nos antoja dramático ahora mismo, en términos de longevidad, aunque antaño fuera suficiente, cuando este juego azaroso de dados vio la luz y la esperanza de vida ni siquiera se acercaba a esa edad provecta y jubilosa a la que solo llegaban unos pocos elegidos, después de superar con fortuna nueve etapas de siete años cada una, trufadas con no pocos trances críticos y un dramático puñado de accidentes, infecciones, pleitos y demoras.
Al recorrido de sus primeras estaciones, tan amable como debiera ser siempre la infancia en todo tiempo y lugar, le sale al paso un puente en la sexta que puede arrastrar al jugador, favorecido por el curso de la corriente, hasta la duodécima. Aunque bien es cierto que le espera más adelante una surtida variedad de sinsabores, retrocesos, detenciones y pérdidas de turno; incluso el súbito y temido final, si el capricho de los dados apunta irremediable a esa calavera que acaba con toda pretensión.
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También se reparte por el recorrido la posibilidad de saltar entre ocas y superar el tablero sin ensuciar los zapatos, aunque las reglas del juego reservan un severo correctivo para quienes son bendecidos en exceso por el favoritismo del azar. Y puede que fuera eso lo que nos pasó como ciudad cuando manejaba el cubilete Javier León de la Riva. El Ayuntamiento brincaba de oca en oca antes de lanzar el dado y soñaba con disponer del dinero que habría de financiar el soterramiento antes de vender un solo metro de los terrenos que lo harían posible. Caímos en la casilla del laberinto, o en esa cárcel que nos impidió seguir jugando. Echamos a perder unos cuantos turnos y regresamos humillados al punto de partido. La decepción fue mayúscula.
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Cuando el Ministerio de Fomento, la Junta, Adif y el Ayuntamiento acordaron en 2017 renunciar al soterramiento, dispensar a la ciudad de la deuda contraída y acometer un plan de integración ferroviaria, sentimos que Valladolid volvía a transitar penosa, aunque consensuadamente, por las casillas iniciales del tablero.
Ahora, que no hay una sola rueda en este asunto sin su palo atravesado; ahora, que el alcalde pretende la nulidad de la nueva estación, la parálisis de las obras de integración y la moridera en la sociedad promotora del convenio hasta su descomposición, parece que nos hemos empeñado en visitar todas las casillas aberrantes del tablero: la del pozo, la de la cárcel, la del laberinto; incluso la de esa calavera que todo lo concluye. Si es así y triunfa la quimera prometida en la última campaña electoral a manos del mismo partido político que nos convenció de su inviabilidad, de nuevo nos veremos, dentro de unos años, apostados en la casilla de salida, dispuestos a especular una vez más con un informe hecho a medida, en alguno de esos gabinetes madrileños tan solícitos, que afirme entre un relleno de conclusiones anodinas que la nueva burbuja inmobiliaria bien pudiera financiar una vez más lo de los muros pantalla y el bulevar con seis carriles y veintiséis terrazas.
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Regresarán los titulares con futuros imperfectos, las recreaciones imposibles iluminadas con el sol al norte, la mendacidad de los plazos. Pero entre los que ya cargamos con un montón de septenios a la espalda, anidará la sensación de que ya hemos pasado tantas veces por las mismas casillas que este juego nos aburre.
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