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Gallinas en gallineros. EP
La Platería en llamas

Las luces caen, las gallinas enmudecen

«Las aves de corral siempre estuvieron entre nosotros, con el cuello estirado y el comportamiento azaroso, dispuestas al sacrificio y al augurio»

Rafa Vega

Valladolid

Miércoles, 12 de noviembre 2025, 07:19

Anda el mundo del vaticinio loco con la cadeneta de noticias que arrastramos sobre el mes de noviembre. Primero, buscando el mejor cauce posible para ... hacer públicas las predicciones devastadoras que se presentan en el mercado volátil de las catástrofes planetarias y que habrán de alumbrarse como fogatas luciferinas más pronto que tarde, en un par de semanas a lo sumo, cuando la gula del Black Friday dé paso a ese episodio delirante de festejo espasmódico, perturbado y desposeído de significado que llamamos navidad y que ha conseguido, con no poco empeño colectivo y notable presión social, inhabilitar por completo el mes de diciembre. Segundo, para justificar de algún modo el fin del mundo que, como ya es habitual, se nos profetizó hace justo un año y que debiera cumplirse, al menos testimonialmente, para continuar con ese milenarismo de pacotilla que hace tiempo se nos enganchó al tejido de los usos y las costumbres.

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Y mira que es fácil. Quien más, quien menos, se agarra al mandil de Baba Vanga y confirma que, en efecto, el Occidente mundo pierde luz en silencio. Y si no es porque a la Unión Europea ya nadie se la toma en serio fuera del espacio Schengen, ni siquiera por organizar el festival de Eurovisión –su última gran baza depauperada– andaríamos preocupados por su inminente decadencia, tantas veces pronosticada y que al fin se muestra con los indicios y las alegorías propias de una cuarteta escrita por Nostradamus entre vahos de absenta. Cómo si no, tomarse la caída inoportuna y recurrente de esos arcos navideños con sus luminarias aún apagadas, que ya cuelgan en las calles de Valladolid y que se han precipitado accidentalmente, por unas causas o por otras. ¿No será esta la señal inequívoca y tantas veces anunciada? ¿Acaso no es inquietante su coincidencia con el sacrificio implacable de dos millones y medio de gallinas ponedoras y de pollos acorralados en nuestra provincia, la más afectada –de momento– en el conjunto del país, por el galope escalofriante de ese jinete pálido que suele acompañar al de la victoria, al de la hambruna y al de la guerra?

Las aves de corral siempre estuvieron entre nosotros con el cuello estirado y el comportamiento azaroso, dispuestas al sacrificio y al augurio; para suplantarnos en la fatalidad sobrevenida o para advertirnos de nuestros propios errores. «Si no quieren comer, que beban» dijo iracundo Publio Claudio Pulcro en la primera guerra púnica, justo antes de ahogar en el mar a las gallinas sagradas que rechazaron el grano para pronosticar con su comportamiento la derrota inevitable en la batalla contra Cartago.

Si las gallinas no cacarean como queremos, acaban en la cazuela o, peor aún, enterradas en una fosa común, como recomienda Virgilio en las Geórgicas cuando los animales domesticados enferman y actúan errabundos. Porque no son nuevas las epidemias, ni lo son estos sacrificios masivos e indiscriminados que acaban con la riqueza de un día para otro; amputaciones voluntariosas en la prosperidad que el campo soporta estoico desde que nació el primer señor de las bestias.

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Entre inteligencias artificiales, viajes estelares y transplantes de órganos, conservamos sin actualizaciones el remedio atávico de las hecatombes. Mueren las gallinas sin comerlo ni beberlo, igual que aquellas pobres ponedoras, despreciadas por un cónsul romano airado y despiadado que pasó por alto sus augurios y a cuya flota acabó el destino pasando, como respuesta, por encima. A nosotros, de momento, se nos caen los arcos luminosos mientras mueren las gallinas sin haber podido cacarear aún sus predicciones. El futuro asoma como un manto tupido y sin fisuras. No es de extrañar que el mundo del vaticinio ande tan alborotado.

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