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Bartolomé de las Casas explica su tesis en el patio del Colegio de San Gregorio durante la ruta teatralizada de la Controversia de Valladolid. Alberto Mingueza
La Platería en llamas

El indio silencioso

«Qué diría Bartolomé de las Casas si pudiera caminar hoy entre nosotros y comprobar que muchos descendientes que aquellos nativos son explotados aquí mismo»

Rafa Vega

Valladolid

Miércoles, 29 de octubre 2025, 07:18

Las jornadas de aquel debate celebrado en el colegio de San Gregorio comenzaron en agosto de 1550 y alargaron sus comparecencias hasta el año siguiente. ... Aunque cada uno hizo sus intervenciones y respondió a las cuestiones del tribunal moderador en ausencia del otro, podría decirse, para entendernos, que en un rincón del cuadrilátero se hallaba Juan Ginés de Sepúlveda, que defendió con empaque erudito y facundia aristotélica la naturaleza salvaje de los indígenas y la necesidad de salvarlos de sí mismos, mientras que en la esquina opuesta esperaba turno Bartolomé de las Casas, un dominico acompañado por algunos hermanos de la orden, con las sandalias llenas de polvo rojo, ofendido y escandalizado con las tropelías infligidas a los nativos de las que fue testigo en el Nuevo Mundo y defensor, a su vez, de que la única evangelización válida y posible habría de ser pacífica.

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En medio, como árbitro y promotor, a quien informarían debidamente del asunto durante sus despachos mientras se alojaba en Augsburgo, o en Bruselas, el primer titular del Sacro Imperio Romano Germánico que sumó sobre su cabeza las coronas de los reinos españoles y que aún seguía añadiendo a su hacienda cada año una notable extensión de vastos y ricos territorios en la ultramar de un mundo ya circunnavegado bajo su dominio.

Sin embargo, acaso dispuso la paralización de todas las conquistas para celebrar aquella Junta de Valladolid, precisamente, por la inquietud que le produjo la lectura de los informes religiosos que llegaban a sus manos, aunque lo supongo más preocupado por el balance entre el debe y el haber de su contabilidad espiritual —a presentar más temprano que tarde, si algo auguraban en ese sentido sus continuos ataques de gota cuando pasaba de los cincuenta años—, que por la buena imagen de su imperio ante una opinión pública que nadie había inventado todavía.

Dudo que al nieto de la reina Isabel y el rey Fernando, hijo de Felipe y Juana, le importasen entonces las habladurías de anglicanos, luteranos y calvinistas; de flamencos y venecianos, de otomanos y sajones. Con tal de estar a buenas con Dios, y en la medida de lo posible con su Sumo Pontífice, imagino que a don Carlos I le preocupaban más bien poco las exageraciones que pudiera albergar en su relato la dichosa leyenda negra que comenzaba a alimentarse profusamente con las denuncias de aquel fraile dominico, a quien ofrecería estrado para explicar con detalle la naturaleza divina y semejante a la cristiana de los nativos hallados en el Nuevo Mundo.

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Hoy es el día en que Valladolid acoge una jornada propiciada por El Norte en la capilla del Colegio de San Gregorio para recordar aquel hito humanista. Aún nos maravilla el hecho porque suponemos extraño, o extemporáneo, aquel debate celebrado a mediados del siglo XVI. Lo consideramos precursor de todos cuantos después han sumado eslabones a lo largo de la historia hasta la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Y, en efecto, es para sentirse orgulloso, cuando menos, aunque pasado el tiempo aún continúe el mundo embebido en el mismo debate, con más verborrea y menos pausa. Un mundo que aún escucha a líderes políticos hablando de «animales humanos», de «cáncer a extirpar» o de «población maligna».

Por eso me pregunto qué diría Bartolomé de las Casas si caminase entre nosotros y comprobase que muchos descendientes de aquellos nativos son explotados aquí mismo por empresarios sin escrúpulos —impunes, a menudo, si no media una denuncia—, o sometidos por la codicia oportunista de algunos caseros que a pocos metros de la capilla en que defendió a sus antepasados continúan exprimiendo al «indio silencioso» que habitará siempre en los versos de Mario Benedetti.

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