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Primera tarea del día: comprobar que hay luz en la lámpara de la mesilla, que hay red y cobertura; que el agua sale tibia y ... abundante de la ducha, que el café recién hecho aromatiza todos los rincones de la casa; que la bombilla del frigorífico ilumina su interior como un arcángel desde el cenit celestial; que por el pliegue de la cartera asoman algunos billetes; que las pilas recién compradas reposan serenas en un cajón de la cocina; que las baterías de todos los dispositivos lucen su carga completa; que a mano hay agua embotellada, conservas y pan duradero, como esos colines y esas regañás capaces de aguantar en estado comestible todo un apocalipsis.
Segunda tarea, insoslayable: besar el transistor que ayer nos hilvanó desde la soledad de nuestras casas al resto del mundo gracias a su hebra de voces familiares; también, al periódico que damos por hecho, como ocurre con el pan, aunque su milagro diario e imprescindible se ha redoblado desde el funesto instante en que quince gigavatios se esfumaron delante de nuestras narices, a plena luz del día, como esos elefantes que hacía desaparecer Harry Houdini.
Aunque puede que hoy, miércoles, no importe demasiado. Ya pasó todo, o casi. Los sabihondos de la corriente alterna y de los hertzios advierten de réplicas inesperadas, breves y molestas, como las que acompañan a los seísmos de gran magnitud. Desconozco el motivo en ambos casos, pero doctores tiene la red que no dejan de explicárselo una y otra vez a quienes jamás preguntarían. Puede que solo lo hagan para poder decir después que ya lo dijeron antes. El campo virtual de los mensajes breves y anónimos está repleto de taumaturgos y adivinos que auguran todas las catástrofes, o las desean —a menudo cuesta hallar la diferencia—. Hoy se desgañitan y señalan en todas direcciones, como erizos con sus púas. Algunos aprovechan incluso un apagón para hablar de ideología, de conspiraciones, de mitos y leyendas.
Lo que no se nos ha podido pasar del todo tras el lunes sin luz, y puede que tarde un tiempo en hacerlo, es el susto, la sensación de incertidumbre, de impotencia, de desconsuelo; el vértigo indomable que nos paralizó cuando tuvimos conciencia de la magnitud peninsular del desastre y se abrió bajo nuestros pies el abismo de la desconexión y la carencia. También, durante un par de horas, el de esa guerra cibernética que asoma en las pesadillas de Europa. En cualquier caso, un vacío más aterrador para unos que para otros. Imagino la pesadumbre sufrida por todos los viajeros que fueron engullidos y confinados, como Jonás, en la tripa de los trenes y en el vientre oscuro de las estaciones; también la de centenares de vecinos que entraron confiados en un ascensor y acabaron recluidos y colgados como crisálidas durante horas hasta salir de allí, tras su rescate, transformados para siempre.
Continuará durante un tiempo la puesta en común, la escucha y la narración de todas las historias individuales que componen este nuevo recuerdo colectivo. En mi retina, a pesar de todo, habrá de perdurar la prudencia inusitada que se desplegó por las calles entre todos aquellos conductores que circulaban con los cinco sentidos y cedían cautelosos el paso a los peatones. También, la adaptación que reunió a padres e hijos en los parques ante el regalo de un recreo juntos. Entre sus risas y sus juegos caminaba la serenidad hacendosa del vecindario que se acercaba con garrafas vacías hasta las fuentes públicas. No veía colas así desde los años setenta, cuando la presión del agua en Valladolid apenas llegaba a los pisos altos de los barrios y los vecinos compartíamos nuestra sed. Hoy, igual que entonces, la luz se va y salimos a la calle.
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