El barril de las manzanas
«Pasados catorce años, acaso el juicio de la Perla Negra necesite más novelistas y menos letrados porque la justicia despaciosa deja de serlo y se convierte en literatura»
Calculo que tendría ocho años de edad cuando devoré por primera vez 'La isla del tesoro', esa portentosa urdimbre literaria tan bien tejida que ha ... sido capaz de atrapar a millones de criaturas por el mundo durante ciento cuarenta años sin el menor signo de obsolescencia. La historia vigorosa de Stevenson es una eficaz telaraña con cualidades excepcionales. En contra de lo que pueda presumirse, sus víctimas, entre las que me encuentro, nunca forcejeamos para liberarnos de ella y sucumbimos encantadas al amor de la lectura con el deseo de permanecer cautivas para siempre entre sus nudos; encandiladas una y otra vez por el sabor irresistible de todos sus señuelos.
Puede que muchos de los lectores infantiles de 'La isla del tesoro' jamás hayan experimentado el despertar de una auténtica pasión por la lectura. Acaso no cayeron en esa maravillosa trampa porque sobrevolaron el texto con distancia, o con cierto desdén. Como si leerlo hubiese sido para ellos un trámite engorroso —quizás obligatorio— sin beneficios adicionales. Qué pena. Leer así un libro como este se parece mucho a encender la calefacción en invierno con las ventanas abiertas, a tirar la comida, a gastar dinero en desmontar carriles bici, a secar una ciudad para regar aguacates. Pero quienes sintieran de niños los efectos emocionales producidos por aquel libro, seguro que cayeron en su trampa y saben a qué me refiero.
Recuerdo que entre todo el buen puñado de sugerencias a la imaginación y sensaciones brotadas entre sus párrafos, hasta entonces desconocidas, una en particular dejó huella permanente en mi memoria. Aquel barril de manzanas en cuyo interior nos hemos acurrucado todos junto al íntegro y audaz Jim Hawkins supuso el aula de un curso avanzado en inteligencia emocional, la sesión práctica en un máster de relaciones internacionales y recursos humanos, el seminario recoleto de un grado básico para la toma de decisiones en momentos críticos. Todos, junto a Jim, paralizados y ovillados entre las manzanas, con los poros de la piel, la boca y los ojos abiertos de par en par, advertimos, no sin el vértigo desagradable de la decepción, el poder embaucador y peligroso que pueden detentar la simpatía, la condescendencia y la lisonja oculta bajo esas apariencias serviles que desactivan la alarma de todos los incautos. Un barril casi vacío de manzanas nos permitió escuchar la naturaleza ruin de aquel John Silver, zalamero, largo de planes y corto de ética, tan universal, por otra parte. También descubrimos que el mundo está lleno de tesoros y que alrededor de todos ellos siempre surgirá de la nada una nube densa de codicia, como la niebla que se pega a las orillas del Pisuerga y que, al igual que en los tiempos de Stevenson, provoca todo tipo de maquinaciones para hacerse con ellos.
Se celebra, al fin, el juicio contra los altos cargos del gobierno de la Junta que maniobraron con la compra de la Perla Negra y unos terrenos en Portillo que servirían de excusa para meterle mano a nuestro tesoro, ese que tantos desvelos y tanto trabajo nos cuesta. Determinará la justicia a quién habremos de llamar John Silver en esta historia y qué papel jugó entre modales impostados mientras nos llenaba el navío de bucaneros. O no, porque pasados catorce años acaso el juicio necesite más novelistas y menos letrados. La justicia despaciosa deja de serlo y se convierte en literatura. Ya poco puede repararse. Nos queda la falsa y complaciente certeza de que nadie escapa al concurso de la ley y, por supuesto, la curiosidad de conocer el nombre de todas aquellas personas buenas e inteligentes, sagaces e íntegras, que lo escucharon todo, ocultas en el barril de las manzanas, para después callar como cobardes.
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