Acaba una de mis semanas preferidas del año. Diciembre es un mes horrible, casi tanto como noviembre. Gracias a que todavía celebramos el aniversario de ... nuestra Constitución podemos coger aire. Algunos hacen huelga a lo mandarín y reniegan de su fiesta, pero yo lo celebro. Y no porque sea todo un acontecimiento, que bien podría, sino precisamente porque pasa sin montar escándalo.
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Durante cinco días hemos podido trabajar a destiempo, hacernos la ilusión de que nos regalaban dos días y madrugar con otra filosofía. Esta semana ha sido posible desperezarse con calma, desayunar sin que se nos atragante el yogur o la tostada, tomar el café recién hecho y leer las noticias más insignificantes.
Mientras media España viaja, la otra trabaja con más espacio, con más silencio; con la pausa del pote asturiano en la oficina el miércoles y la siesta del jueves, admirando desde el sofá el árbol recién puesto. En un lugar del mundo, fuera de sus ciudades, van por ahí la mitad de los españoles buscando experiencias trascendentales y refugios mentales recónditos.
Aquí, la ciudad se queda llena de cotidianidad. Llega el viernes y parece que solo hubiera tiempo de encargar el panetone, el roscón y el huevo hilado; de sonreír a los niños sherpas, con sus manoplas atadas con cordones y sus gorros con orejeras; de oler la niebla que lleva el incienso, el chocolate con churros y el musgo de los puestos de la Plaza Mayor; de leer a Baroja y dejar las partidas de ajedrez a medias; de llevar guantes que resisten modas; de vivir un puente que termina sin Mundial, sin pena ni gloria, sin vítores vacuos, pero con la tremenda sensación de plenitud que da disfrutar de un festivo ordinario.
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