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La comunicación con otras personas de nuestro entorno ha experimentado, durante los meses pasados del confinamiento, grandes transformaciones. Nos hemos videoconferenciado, guasapeado, emaileado, saludado desde ... las ventanas aun sin conocernos, llamado por teléfono como siempre… pero no hemos dejado de comunicarnos, de expresarnos el afecto, la necesidad mutua, la preocupación sana por saber del otro, la compañía a pesar de todo. Esto no debiera sorprendernos: somos sociales, individuos sociales, personas individuales que -lo diremos así-, por su naturaleza, se relacionan y viven con otras. Personas que viven en sociedad y, así, la mejoran y ellas mismas mejoran.
Pues bien, uno de mis amigos me escribía, al reflexionar y hacer balance sobre aquellos días, lo siguiente que comparto: «Tengo la esperanza, en todo caso, de que de este horror salga algo bueno: una recuperación de la palabra prójimo, desaparecida en los últimos lustros de nuestros parlamentos…».
No sé si estarán de acuerdo con él, yo sí. La palabra prójimo es una palabra a la que entre todos hemos vaciado de contenido a machetazos. Y eso que estamos hechos para vivir con otros individuos de nuestra especie. Aislados, asociales, nos empequeñecemos, nuestro desarrollo se autolimita, el carácter se enrarece. Pero ¿qué nos ha pasado para que, a pesar de ser sociales, hayamos llegado a ignorar, maltratar, despreciar, faltar al respeto, arrinconar… a nuestros próximos? Sería largo de explicar y tiene profundas raíces históricas. El hecho es que, precisamente cuando nos hemos cargado el concepto de persona y el concepto de prójimo, los necesitamos más que nunca y no existen o son irreconocibles.
El Gobierno central recurre a frases bienintencionadas del tipo: «Este virus lo paramos unidos», pero, por desgracia, nadie lo ve factible porque hemos despojado de significado el concepto previo a la virtud de la unidad, que es el de persona. Persona y prójimo carecen de contenido porque en ello llevamos trabajando desde hace algunos siglos. Hemos cultivado otros conceptos, que nos hicieron creer que eran mejores que los que teníamos, que chocan frontalmente con los anteriores y que nos presentaron como «lo moderno», «la postmodernidad». Deconstruimos -que es más fácil, pero devastador- el concepto persona que vive en una sociedad y construimos individualismo, relativismo, egoísmo, consumismo, buenismo... En alguien que sea el resultado de tal experimento social, ¿cómo caerá eso de «unidos»? ¿Unidos a quién, cómo, por qué y para qué? El resultado aparente que se alcanzó fue el de unas sociedades occidentales enormemente satisfechas de sí mismas, apuntadas al «progreso», que se creían omnipotentes, y no necesitadas de nada ni de nadie pues, además, si algo pudiera ocurrir, estaba papá Estado cubriendo nuestras amplias espaldas. Un mal padre, por cierto, pues su estrategia se basa en considerarnos siempre niños pequeños incapaces para volar y decidir libres.
La esperanza de que nuestra inteligencia recuperara su capacidad de reflexión ante algo que se carcajeaba inmisericorde de nuestras seguridades, de momento, se ha visto frustrada. Parecemos comportarnos -al igual que la generación protagonista del final de la Primera Guerra Mundial- como si nada hubiera pasado, como si todo pudiera llegar a ser igual que ese oropel que brilla con engaño entre nuestros recuerdos de lo que fue el pasado, que podemos seguir siendo como éramos, que no es necesaria una recuperación, no solo económica, sino ética y antropológica.
Si queremos una sociedad mejor, más cohesionada, más solidaria, más social, valga la redundancia, tiene que ser desde el reconocimiento de lo que no se ha hecho del todo bien. Y, en este ámbito, el remedio no es solo cuestión de partidas presupuestarias o instrumentos institucionales. Recuperar al prójimo en nuestro día a día requiere redescubrir su valor como persona, redescubrir que nos necesitamos unos a otros. ¿Lo pararemos unidos?
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