No sé si habrán caído ya en la cuenta, pero en este país (y en otros de Occidente) no hacemos más que (aparentemente) luchar contra ... el odio y, sin embargo, el odio no deja de crecer. En nuestra historia reciente nunca nos hemos odiado tanto como desde que tenemos regulado el odio como delito. Lo que tendría su gracia si el asunto no fuera tan condenadamente grave.
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Es más, aunque nadie esté libre de culpa, se da la paradoja de que los que odian con más fruición, saña y violencia son justo los que más preocupados están por señalar a los demás como odiadores. Vox es un buen ejemplo. No dejan de acusarles de 'delitos de odio' por decir lo que piensan sin reparos, mientras las almas puras que combaten su 'odio' se dedican a agredirles y lanzarles piedras. Cuando no a tacharles de monstruos o diablos en las tertulias. No me negarán que el asunto es revelador.
Podríamos llamarlo la paradoja del odio. Cuanto más empeño pone uno en luchar contra el mal más fácil es que caiga en sus redes, incluso en mayor medida que aquel que combate. Y es que el odio actúa como un virus que se contagia con facilidad, una especie de Covid plus que infecta especialmente los ánimos exaltados. No les cuento nada nuevo. Esto ya nos lo recordó hace más de cuarenta años 'La guerra de las galaxias' en lo que es, sin duda, una de sus grandes aportaciones a la cultura popular: el lado oscuro de la fuerza. Odiar te fortalece, pero te hace perder el sentido, desarbola tu razón y te coloca en el lado siniestro de la realidad, incluso cuando crees defender el bien. Es lo que les ocurre a los antifascistas, que a menudo son más fascistas, o al menos ejercen más como tales, que aquellos a quienes acosan.
Conviene recordar esta paradoja del odio porque si no es difícil comprender la que se está montando en este país en defensa del rapero Pablo Hasel, un odiador profesional donde los haya, al que no dudan en defender los obsesionados con el odio de los demás. Esta es la cuestión de fondo: nuestro odio nos parece siempre legítimo y purificador, es el de los demás el que a todas luces nos resulta monstruoso e intolerable. No es el qué, sino el quién, como en tantos otros asuntos de nuestra vida social.
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Si no fuera tan terrible, tendría su guasa ver, además, cómo los que aplauden, o justifican, los linchamientos sociales por juicio popular –véanse los acosos en las redes o el despido de quienes opinan en contra de la sensibilidad mayoritaria– ven intolerable, en cambio, un castigo judicial dictaminado acorde a ley y con plenas garantías. Esto nos señala dónde está la verdadera degradación de nuestra democracia, que es muy distinta de la que denuncia Pablo Iglesias.
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