Los normales
«Hay quien puede llegar a ser un héroe o un criminal como sin querer, como por casualidad»
Cunde la sospecha de que ser normal no lo sea tanto. Empieza a incomodar una normalidad resignada, perfectamente amoldada a la sociedad, sin culto a ... la disidencia ni gusto por la transgresión. Bajo el ansia por diagnosticar que hoy se ha apoderado de la sociedad, y no digamos de la psiquiatría, que diagnostica por diagnosticar, a tontas y locas, ser normópata puede ser una nueva forma de enfermedad. Enfermo de pura normalidad, se llamará, o se llama ya. La normopatía se ha vuelto contagiosa y amenaza con convertirse en una epidemia nacional y quién sabe si mundial.
Hay que dudar de las convenciones y de la normalidad. La equidistancia, el término medio, la 'prudencia' de los clásicos, han tenido buena prensa durante siglos, pero quizá asistamos al término de su hegemonía moral. Recordemos que toda la moral grecorromana estaba atravesada por un denominador común que defendían todas las escuelas: la moderación. Todos los ciudadanos, hasta los epicúreos, que eran tachados de hedonistas y degenerados, tenían por enemigo máximo la impudicia y la liviandad. Incluso nuestras virtudes cardinales, prudencia, justicia, fortaleza y templanza, no dejan de ser herederas de la normalidad pagana.
Es urgente, por lo tanto, reabrir las puertas a lo raro, lo extraño, lo disidente y lo inusual. Estos son los valores del presente con los que hay que contar cada vez más. La ética de estos tiempos es una ética de atopia y desplazamiento, de movimiento y ausencia de lugar.
Dicho sin rodeos: la gente normal es muy peligrosa. Es una tropa obediente, disciplinada, educada, respetuosa, capaz de lo peor si se le presenta con buenas razones, limpieza y ecuanimidad. Capaz de hacer o tolerar lo que sea con tal de no levantar la voz más allá de lo correcto y de no mancharse las manos ni más ni menos que el resto. Son una nutrida comunidad cien por cien democrática y tolerante, dispuesta siempre a pactar sin inmutarse o sin incomodarse en exceso, pero que discrimina mal.
Lo que se ha llamado 'banalidad del mal', idea que ha levantado tanto polvo y alimentado una feroz polémica, quizá solo tenga que ver con esta normopatía tan poco de fiar, que impide o refrena la necesaria indignación ante los abusos y reprime la fecunda intolerancia frente a lo injusto. Hacer lo que sea, incluso lo bueno, pero dentro de mucho orden, resulta tan normal que pronto se convierte en algo pérfido.
Hay quien puede llegar a ser un héroe o un criminal como sin querer, como por casualidad, sin que le interese o le atraiga el bien o el mal de un modo particular, por simple inclinación a mantenerse en el punto medio. Por ello son cada vez más imprevisibles los hombres anómalos del futuro, individuos que cuajados a fuego lento perderán los nervios de cuando en cuando y nos arrastrarán con ellos. Esos que si son malos lo serán a lo bruto, sin compostura ni freno.
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