Molesta la cruz
Fuera de campo ·
Su derribo lanzaría un mensaje que trasciende con mucho la memoria históricaS i hemos de fiarnos de la palabra de Carmen Calvo, el Gobierno no sabe todavía qué hacer con la cruz del Valle de los ... Caídos. No lo tiene fácil. Si, como proclama la nueva 'Ley de Memoria Democrática', su propósito es convertir el edificio del monasterio en un cementerio civil –expulsando de allí a la abadía benedictina que lo ha gestionado desde su erección hasta ahora– la cruz que lo preside, la mayor del mundo, resulta ser un gran incordio. En ese sentido no se le puede negar coherencia política a Podemos cuando pide demolerla y usar sus escombros para levantar otro monumento 'laico'. El problema es que la cruz cristiana todavía es un potentísimo símbolo, aún en nuestra cultura desacralizada, y precisamente por eso el mensaje social que se lanzaría con su destrucción iría inevitablemente mucho más allá de las polémicas que rodean al debate sobre la memoria histórica.
Hay una izquierda que estaría encantada de lanzar ese mensaje rotundo de descristianización; no les quepa duda. Es poderosa la tentación, dado que la imagen del derribo ocuparía de seguro portadas en los telediarios y medios informativos del mundo. Destruir símbolos, ya lo estamos viendo, proporciona la ilusión de que se impulsan cambios sustanciales, y sin apenas coste.
Para complicar más el dilema, la cruz misma, como monumento, es de una magnificencia incuestionable, con su original uso de la materialidad del propio Cerro de la Nava como pedestal que permite lanzar hacia el cielo sus 150 metros de altura, en un arrebato de verticalidad espiritual. La imagen es tan intensa que su derribo difícilmente podría ser visto como una más de esas 'micro agresiones' a las que los católicos nos vamos acostumbrando. Aquí se eleva la apuesta hasta el órdago. Para bien y para mal.
Como vamos viendo, la cruz es hoy un incordio. Siempre lo fue. Incluso para los creyentes, pues nos recuerda la radicalidad turbadora del mensaje evangélico. No conviene olvidar que, en el momento mismo de la agonía, Cristo perdonó a quienes le sacrificaban. Y que eso que San Pablo denominó 'la locura de Cristo' –y que Freud consideraba la mayor inhumanidad del cristianismo– nos demanda amor a los enemigos. Algo bien difícil, pero que, como mínimo, debe impedirnos caer en el odio.
Después de todo, el cristianismo es una religión que ha florecido con la sangre de sus mártires, y a la que no le sientan demasiado bien la comodidad y la complacencia. Quién sabe si, a la postre, no tendremos que dar gracias por el derribo de la cruz, si al fin se produce, y la conmoción subsiguiente alumbra un despertar. En ese caso, el horror de los cascotes y los escombros habría valido la pena.
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