Memoria emocionada
«En esta vertiente de recuperación de la memoria ya no hay ánimo vindicativo, sino solo humanidad, compasión y deseo de justicia digna»
Fue verdaderamente emotivo el acto que se celebró el pasado domingo en el cementerio de Valladolid. Se trataba de inhumar de nuevo los restos de ... 245 personas que hasta hace poco tiempo se encontraban amontonados en una fosa común de las que se excavaron en aquellas tremendas circunstancias de 1936, de tan infausta memoria. Pero ahora era otra memoria, emocionada y compasiva, reivindicando dignidad; y otra inhumación. Los restos de cada una de aquellas personas, numerados en cajas transparentes que permitían apreciar su contenido, fueron depositados de uno en uno, con pausa ritual, en la cripta del mausoleo conmemorativo. De uno en uno, recuperando la individualidad de lo que estaba mezclado bajo la tierra. Por eso era otra inhumación.
La de 1936, arrojados violentamente tras el fusilamiento, sin consideración, sin duelo, sin identidad, porque se trataba de que desapareciera cuanto antes el testimonio de la barbarie, fue una ocultación precipitada, una eliminación, no una inhumación. La de ahora ha sido una inhumación noble y merecida, llena de humanidad. Por eso es muy de agradecer la encomiable labor de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, la generosa y especial colaboración del Ayuntamiento de Valladolid en todos los aspectos necesarios, las aportaciones y apoyos de otras instituciones, que hicieron posible este resultado tan elocuente. En el numeroso grupo de personas que asistió al acto no encontré a nadie que no expresara emoción. Con el gesto, con el silencio, con las lágrimas.
La exhaustiva investigación de archivos, testimonios y documentos ha permitido confeccionar una lista muy completa de represaliados; pero la otra parte, la asignación de los restos a personas concretas no será factible ni posible ya en la mayoría de los casos, por muchos motivos. Piensen un momento en esas 245 personas, y en las familias correspondientes. Se sabe quiénes eran, pero no se sabe, ni probablemente se sabrá, a quién, de cada una de ellas, pertenecían los restos colocados en el panteón. Si estoy en lo cierto, solo cinco de todos ellos tienen relación contrastada con el nombre y apellidos de personas concretas, ya que algún detalle identificativo permitió llevar a cabo las pruebas científicas y confirmar una identidad.
Pero el otro día todos estaban allí, en la memoria de sus familiares, en el respeto de los presentes, en los textos y en las melodías que acompañaron la ceremonia. Y en el pensamiento de tanta gente que, desde la más variada procedencia, incluso ideológica, entiende y comparte que en esta vertiente de recuperación de la memoria ya no hay ánimo vindicativo, sino solo humanidad, compasión y deseo de justicia digna. Por eso no estaría de más facilitar también la superación de algunos vestigios verdaderamente indecorosos: en concreto, muchos de los que estuvieron tan largo tiempo en esas fosas, los que tuvieron juicio y sentencia, fueron condenados por auxilio a la rebelión; ellos, que no se habían rebelado contra nadie. Triste paradoja, con inversión de papeles, que debiera conducir a la anulación jurídica, para que la recuperación de la memoria sea también eso, recuperación de la dignidad, ya que otros efectos materiales no se podrán revertir.
Y vayamos, en fin, al otro trasfondo. 84 años han pasado desde que se cavaron aquellas fosas; 42 de ellos, justo la mitad, en democracia. Hay quien dice que sería mejor evitar esto, no remover el pasado, dejarlo estar y olvidar. Sé de muchos que lo defienden con buena intención. Alegan incluso que también hubo desmanes por la otra parte, que la violencia se retroalimentó, que el desastre fue general, el odio recíproco, y, en última instancia, que una guerra es una guerra.
Basta repasar un poco la historia para formarse una opinión objetiva de lo que pasó, y para comprobar que lo peor no pasaba donde técnicamente había guerra, sino donde no la había, o cuando dejó de haberla, en la retaguardia y en la postguerra, cuando ya no había combatientes, sino vencedores y vencidos; y para comprobar también que unos tuvieron honra y homenaje, y otros desprecio y olvido. Imaginen lo que ha tenido que ser vivir durante 30, 40 o 50 años conociendo al delator o al agresor, en el mismo pueblo, en la misma calle, tal vez en la casa de al lado, viéndole a diario, y callando.
Así que se trata de eso, de admitir todo lo que estuvo mal, que fue mucho y de muchos, poniendo un poco de sentimiento y de compasión para restaurar algo de equilibrio en la consideración humana de todas las víctimas. Dicho de otro modo, de elevar un poco la mirada, por encima incluso de ideologías y creencias, para aceptar que el sufrimiento, muy extendido, pero bastante desigual, merecía alguna compensación; porque también sabemos que muchos de los que padecieron el miedo y el silencio, sufriendo vejaciones, sometidos con venganza y rencor durante mucho tiempo, hicieron el esfuerzo de pasar página cuando resultó conveniente para el interés común y para la recuperación de la democracia. Y estaremos de acuerdo en que a muchos no se les podría pedir que olviden, que perdonen, o que se dispongan a una reconciliación benéfica, ya fueran víctimas directas o descendientes que han experimentado las consecuencias de la sinrazón durante varias generaciones.
Convengamos en ello; y convengamos que 84 años, 42 de democracia, ha sido mucho tiempo, que debió buscarse reparación justa y humanitaria mucho antes. Es bastante triste que la generación de los hijos, en su mayoría, no la tuvieran, y que haya sido la generación de los nietos la que haya empujado con más decisión; las circunstancias de nuestra historia reciente pueden ayudar a explicarlo, pero no lo justifica, ni moral, ni políticamente. Por eso, cuando el otro día vimos en la ceremonia a unas pocas víctimas más directas de tanto despropósito, ya todas de avanzada edad, muchos de los presentes pensamos que, si iniciativas como ésta todavía pueden ayudarles a cerrar el círculo de su duelo particular y a consumar su ciclo vital con algo más de sosiego en el alma, de dignidad en la frente y de orgullo en la mirada, deberíamos darlas por buenas. Aunque sólo fuera por eso.
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