La ciudad de pie
«Si ya no se usan los bancos es que ha desaparecido la persona que se sentaba en ellos, como desapareció la que utilizaba cabinas telefónicas»
Martín Heredero Campo
Valladolid
Sábado, 20 de septiembre 2025, 08:59
El mobiliario que puebla la ciudad da, al menos en parte, una medida de su ritmo propio. Por eso, cuando las calles dejan de estar ... flanqueadas por esos bancos tan reconocibles, compuestos por listones de madera y ligeramente curvados, nos encontramos ante una transformación del pulso cotidiano. Huelga decir que, si cada vez hay menos bancos en Valladolid, es porque lo más común es encontrarlos vacíos, como sucede con los que todavía sobreviven. Los que no se eliminan son a veces sustituidos por estructuras hechas de piedra o metales que, más que asientos, diría que son esculturas de cuestionable factura. En esos amasijos inhóspitos, ora gélidos, ora incandescentes, nadie se sienta a pasar la tarde y, por supuesto, nadie puede tumbarse a la bartola. Si ya no se usan los bancos es que ha desaparecido la persona que se sentaba en ellos, como desapareció la que utilizaba cabinas telefónicas. Se trata de examinar por qué.
Un banco es un paréntesis en la calle. Diría que su principal característica es la gratuidad del tiempo que nos dona. El banco es el enemigo directo de la productividad funcional, de las cuentas de resultados y de la lógica dineraria de nuestro tiempo, este que resume la totalidad de las actividades humanas en la producción y en el consumo. Pues incluso el descanso desprende hoy un tufillo viciado por la ética protestante del trabajo, ya que presupone un estado originario de ocupación del que nos evadimos un momento para rendir mejor en el futuro inminente, con el catálogo de ansiedades que ese reposo funcionalista conlleva.
El banco es la escuela necesaria para recordar lo que supone la acción de no hacer nada. Dice el refranero que cuando el diablo se aburre, mata moscas con el rabo. Solamente la vida perversa, que busca evadirse de sí misma, necesita vivirse en el modo de la ocupación perpetua, como le sucede al triste diablo del refrán —al que Dante, por cierto, nos presenta llorando en el centro de su infierno—. La inacción, por su parte, nos brinda una gota de perfección, pues nos abre hacia un tiempo donde cabe el aburrimiento, ese que Walter Benjamin comprendía como el umbral de los grandes acontecimientos. Pero donde no hay bancos para reposar de la tiranía de la costumbre, la vida respira como un accelerando desnortado, sin posibilidad de esperar.
Cuando no existe quien se siente en un banco, sin volverse con ello sospechoso de pereza u ociosidad excesivas, nos topamos con una de las muchas traiciones contra la humana capacidad de la espera. Sin la siembra del aburrimiento nos queda la tierra baldía de la acción irreflexiva, que no es sino la huida de uno mismo. Pero cuando me siento a no hacer nada, tomo distancia del mundo y me libero del vertiginoso ritmo de las cosas. Allí cabe esperar, sin saber siquiera qué es lo que se espera, pero con ello ya habitamos un tiempo distinto del que nos impone la mentira de la eficacia. No dejemos, entonces, que los bancos se tornen fósiles urbanos porque su asiento vacío concentra la promesa del tiempo regalado, que es el tiempo que nos falta.
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