Los amigos que caminan juntos sueñan juntos. Empezar a pasear con alguien con el sol del final de la tarde quita el derrotismo ante la ... vida. Ahora que los días se acercan a su cénit dorado, alargando cada vez más las horas de sol, la primavera nos brinda escenarios de espectáculo para flâneurs sociales.
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Las ciudades invitan a practicar el arte del garbeo en pareja. La disposición geométrica –de los edificios, las farolas, las aceras…– y la estructura del tiempo –de los relojes, los autobuses, los semáforos…–, hacen que nos sintamos dueños por un momento de nuestra propia existencia.
Por fortuna, tengo varios amigos de espíritu vagabundo, de 'mucho mundo interior', como dice mi querida amiga pucelana Victoria, y me veo acompañada al menos una vez a la semana deambulando por los bulevares hasta altas horas de la madrugada.
Caminar y hablar con otro ruante reconforta, ordena el desequilibrio de temperaturas y temperamentos. Cuando compartimos ensoñaciones de paseante solitario, cuando damos con otro soñador despierto que se permite, a lo Rosseau, el lujo de la holgazanería activa, el placer de perder el tiempo en movimiento, alimentamos la imaginación de voyeurs que llevamos dentro.
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Hay grandes conversaciones entre despedidas que fracasan. Es ahí, flaneando de vuelta a casa, cuando hemos perdido el sentido del tiempo y nos escoltamos una y otra vez de portal a portal, cuando las almas errantes aireamos el absurdo del mundo y encontramos, por fin, un singular propósito juntos: la amistad.
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