Las cosas cambiaron, y nosotros con ellas
«Gran parte de los españoles han olvidado de dónde vienen y tampoco parecen entender que un país es una trama de afectos que te hace sentirte en comunidad con personas a las que nunca conocerás, pero con la cual compartes una identidad»
Este verano fuimos testigos, en la Raya de Zamora y de Orense, de los estragos del paso del tiempo. Uno lo va viendo, verano tras ... verano, año tras año: muere aquel anciano, esa familia deja de volver al pueblo, primero en Semana Santa, luego ya en verano, y al final, aquella casa del barrio bajo se terminó de caer con las lluvias del otoño. «El tiempo es una lluvia paciente y amarilla», escribió una vez Julio Llamazares, y uno lo va viendo, pero no quiere asumirlo. Muchos de los pueblos de estas envejecidas provincias de interior se van apagando poco a poco, y la naturaleza, inmisericorde, se va cobrando su venganza. Lo que hace cuarenta o cincuenta años era 'ager', tierra cultivada y cuidada, se ha convertido en 'saltus', tierras agrestes, salvajes, llenas de biomasa que, tras una primavera lluviosa, son un combustible listo para arder.
Lo que hemos visto este verano ha sido el resultado de décadas de abandono del medio rural. Un abandono que no es una excepcionalidad española y que en el norte de Europa se produjo mucho antes. Ni el campo ni sus habitantes están en la agenda política ya que sus provincias aportan pocos diputados en las Cortes Generales. Por si fuera poco, su población y recursos quedan fuera de las zonas de financiación privilegiada de la que disfrutan, ante el silencio cómplice de los grandes partidos, el País Vasco y Navarra.
El proceso de progresivo vaciamiento del medio rural es un sinónimo de la modernidad y es inútil llorar sobre la leche derramada: los ciudadanos han de poder vivir donde prefieran y fueron muchos los que, en pleno desarrollo económico de los años sesenta y setenta del pasado siglo XX, apostaron por irse a las grandes ciudades en busca de un futuro mejor para sus hijos. El problema es que, un par de generaciones después, gran parte de los españoles han olvidado de dónde vienen y tampoco parece entender que un país es una trama de afectos que te hace sentirte en comunidad con personas a las que nunca conocerás, pero con la cual compartes una identidad. Aunque quizá esto no venga de ahora y yo sea demasiado optimista. José Ortega y Gasset, la voz más preclara del siglo XX español, nos alertaba hace un siglo contra la tentación del particularismo, ese vicio de la modernidad en el que los grupos sociales van a la suya y no son capaces de tener una imagen global de la sociedad que forman. De acuerdo con su tesis: «Cada grupo se encierra en sí mismo y se desentiende del destino común». Aunque ha sido leído en clave crítica con el regionalismo / nacionalismo que empezaba a cuajar en la España de principios del pasado siglo XX, algo así puede leerse hoy con relación a las élites urbanas -muchas de ellas compuestas por altos funcionarios- de hoy en día. Unas élites que miran con desprecio (lo veo en sus ojos en muchas reuniones) a toda esa España que han de atravesar cada vez que quieren ir a esquiar algún viernes o cada vez que van a la playa en vacaciones.
Sin ese particularismo, por usar la terminología de Ortega, no entendemos la desaparición del medio rural de la agenda política. Se regula dentro de la M-30 y, muchas veces, para dentro de la M-30, por ecosistema económico y político que consideran algo exótico ese medio alejado de las grandes ciudades. Por eso, se despachan con sonrisas condescendientes las protestas ante el cambio, aprobado bajo la lógica del «ordeno y mando», que limita las frecuencias ferroviarias en las pequeñas provincias de interior. De la misma manera, se asume como natural que, aunque no puedan disfrutar de los mismos derechos que los ciudadanos avecindados en las grandes ciudades, los ciudadanos del medio rural tengan que contribuir igual que ellos al sostenimiento del gasto público, cuando la pregunta es evidente: si no puede disfrutar del ferrocarril o de las grandes infraestructuras culturales o sanitarias, ¿por qué alguien de un pequeño pueblo de Valladolid o de Zamora ha de sostenerlas igual que un vecino de Vigo o de Madrid? El Estado se ha quedado para las luchas culturales y simbólicas, y los ciudadanos tenemos cada vez más difícil poder ejercer derechos básicos ante la dejación de España que entre unos y otros están perpetrando.
Esta sensación de abandono, de soledad, se vio con claridad este verano cuando el fuego lo iba devorando todo. El Estado tardó en aparecer, porque la polarización todo lo devora y llevamos desde la transición lidiando con dragones identitarios que agotan nuestro debate público. En cualquier caso, como ciudadanos deberíamos de preguntarnos ¿Alguien cree de verdad que una Comunidad Autónoma que no esté sobre financiada tiene recursos para hacer frente a este tipo de calamidades? Y no solo a la gestión de las catástrofes, sino también, y sobre todo, a su prevención. Hacen falta muchos recursos y el dinero, como la atención, siempre se lo llevan otros.
A mediados de agosto hubo un par de días en los que apenas veíamos el sol en mi pueblo, cercano a la sanabresa sierra de Porto que ardía sin remedio en aquellas fechas tremendas. Pensamos en irnos, la Andurlina es aún pequeña y nos preocupó su salud, pero al final nos quedamos. El fuego no llegó al pueblo y esta vez nos salvamos. Pero la sensación de abandono que nos sobrecogió a todos es difícil de olvidar. Un poco más al norte, en las tierras orensanas de Valdeorras y de Verín, varios pueblos fueron devorados por el fuego, ante la impotencia de sus habitantes.
Y ahora, cuando vuelvo en otoño –«noviembre es el mes que más quiero», como canta Claudio Rodríguez– recuerdo esos versos de la zamorana Maribel Andrés Llamero que, después de la catástrofe de agosto, adquieren otro significado: «Habrás de cuidar tú solo / de este bosque que te cerca».
Un significado, ahora, mucho más inquietante y siniestro.
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