Otra década
20 años ya del siglo XXI, y parece que fue ayer cuando todo el mundo andaba preocupado por el famoso cambio de dígito que podría afectar a no sé cuántas claves de funcionamiento de aparatos o inventos tecnológicos de todo tipo
A estas alturas de las navidades ya se habrán percatado de que dentro de unos días iniciamos una nueva década. Pasamos del 10 al 20 ... y, con ello, ya se habrá pasado la segunda de lo que va de siglo y nos metemos en la tercera. O sea que 20 años ya del siglo XXI, y parece que fue ayer cuando todo el mundo andaba preocupado por el famoso cambio de dígito que podría afectar a no sé cuántas claves de funcionamiento de aparatos o inventos tecnológicos de todo tipo que se suponía que estaban programados con vigencia o caducidad en el paso de 1999 a 2000. Y no pasó nada grave, que yo recuerde. Así que, por lógica, nada grave debería pasar en este tránsito inquieto de 2019 a 2020. Al menos en lo técnico, porque en lo otro, ¡vaya usted a saber! Tal vez, y como mucho, que nos paremos a pensar, y comprobando lo rápidos que pasaron estos veinte años, la cabeza se nos vaya al tango, que es un soplo la vida, que veinte años no es nada, que febril la mirada...
Ya, veinte años es poco tiempo en el devenir de la historia general; pero es bastante en la dinámica de un proceso particular, y mucho, o mucho más, en la vida personal de cada ser humano. De esto último, cada uno sabrá; de la historia en su más amplia dimensión, ya nos dirán los libros de historia cuando haya perspectiva. De lo de en medio, eso que llamo un proceso particular, tenemos más noción, y seguro que más opinión, sea para mejor o para peor. En el año 2000, la economía iba razonablemente bien y la política se desenvolvía en clave de estabilidad; en el 2010, la economía estaba horrible, en el epicentro de la crisis más aguda que hemos conocido, pero todavía la política presumía de certidumbre (baste recordar que en 2011 hubo elecciones, que el PP de Rajoy las ganó con mayoría absoluta y que el bipartidismo imperfecto aún gozaba de buena salud, aunque fue la última vez que eso ocurrió); fue luego, en 2015, cuando la reacción electoral a la forma en que se había abordado la crisis, mezclada con notables casos de corrupción, produjo el seísmo político. Se iniciaba una tibia recuperación económica, poco intensa y menos perceptible, pero la resaca acumulada se hizo notar: el mapa político se fragmentó, se asentaron estrategias de bloqueo en la cultura política, los pocos acuerdos que se alcanzan eran insuficientes para asentar mayorías de gobierno, y así entramos en una etapa de incertidumbre e inestabilidad de la que ni hemos salido al finalizar la década, ni hay expectativa fundada de que vayamos a salir próximamente, acaso en la siguiente década, e incluso con independencia de que la economía vaya un poco mejor o un poco peor.
Y eso es lo que lleva a una reflexión matizadamente amarga. Estos tramos del calendario siempre se prestan a una mirada retrospectiva que permite analizar por encima del agobio de la coyuntura. Si aplicamos el análisis a los que pueden considerarse grandes problemas históricos del país, es cierto que no faltan motivos de preocupación. Ya sé que la apreciación es hoy bastante relativa, pero, bien mirado, nuestros problemas esenciales siguen siendo los que arrastramos de mucho más atrás que un par de décadas, incluso de más atrás de un siglo. Hablo como aficionado, pero la opinión mayoritaria de los historiadores sitúa cuatro cuestiones principales en el origen de nuestros conflictos, ya a lo largo del siglo XIX, o mucho antes, pero intensificadas después, y con nefastas consecuencias; así las llamaban: la cuestión institucional, referida a la forma de Estado (monarquía o república, para entendernos); la cuestión social, referida a la confrontación de clases, muy vinculada a la desigualdad en todos los sentidos; la cuestión religiosa, relacionada con el binomio oficialidad-laicidad, y la cuestión territorial, referida a los modelos de organización del Estado y a su propia configuración, centralizada o tendencialmente federal.
Es evidente que cada una de esas cuestiones tiene sus matices, complejos y difíciles de detallar con profundidad y rigor en este formato. Pero sí se puede hacer una afirmación bastante concluyente: con la aprobación de la Constitución de 1978 se asentó la idea de que esas cuatro cuestiones habían experimentado una mejora histórica muy notable; incluso se pensó que en gran medida se habían solucionado. Los argumentos son de sobra conocidos: una monarquía asociada a la recuperación de la democracia; una estructura social atemperada por la progresiva consolidación de una extensa clase media; una concepción del hecho religioso a partir del principio de no confesionalidad del poder público, constitucionalmente acogido; una propuesta de descentralización profunda del poder canalizada a través de un modelo de autonomía territorial, tan original como efectivo.
Aquel optimismo constituyente lo invadió todo; y quizá pensamos que habíamos encontrado la solución definitiva a nuestros 'demonios particulares' sobre la base de ilusión colectiva, de buena voluntad y de consenso. Así fue, al menos en parte, y así sigue siendo: hoy nadie dudaría de que, por ejemplo, la cuestión religiosa no tiene el potencial de confrontación virulenta que tuvo en otros tiempos, o de que la cuestión de la forma de Estado, por más que genere un lógico debate, no se plantea en los términos de entonces. Sin embargo, la creciente desigualdad y el elevado empobrecimiento de familias y personas han puesto de actualidad la cuestión social, aunque sea con nuevas formas, y la evolución de la cuestión territorial, de sobra conocida, pone en entredicho la suficiencia del modelo tal como fue concebido. Y a ellos se han añadido nuevos problemas (migraciones, desempleo, despoblación, desequilibrio demográfico, amenazas tecnológicas, dificultades de sostenibilidad del sistema de bienestar, etc.) que contribuyen a un diagnóstico complejo.
Si coincidimos en que ese es el contexto en que nos movemos, deberíamos pensar con más frecuencia en la siguiente generación, la que está llamada a protagonizar las siguientes décadas del siglo en marcha. Por si podemos ayudarles a vivir con un nivel de ilusión y de expectativas similar, al menos, al que nosotros pudimos disfrutar. Y, en todo caso, que el 2020 sea próspero y feliz para todos y sin límite.
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