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Hace un año, saliendo del garaje de mi comunidad de vecinos pegué una espectacular raspada al coche contra una columna mal puesta.
Mi dejadez por ... el mundo automovilístico es total ya que nunca he sentido ninguna atracción por los coches. Tengo automóvil porque no me queda otra y más ahora que les hago de chofer a mis hijos.
Tras un año de espera, el pasado lunes decidí quedarme en León y acudir al taller de un primo de mi madre, el gran Leo, uno de los últimos virtuosos del mundo de la chapa y pintura. Habíamos acordado con antelación llevarle el coche el lunes a partir de las nueve y media de la mañana.
Y así lo hice, tras tomar un café y ojear la prensa, allí estaba en la chapistería con puntualidad inglesa. Por fin iba a callar las boconas de los vecinos y de los típicos entendidos que se quedaban mirando al rayón como si mi coche fuera Rayo McQueen 95 recién salido de una carrera, no entendiendo cómo se puede ir por la vida con un coche raspado de arriba abajo.
Ya en la emisora, el portero me adelantó que ese día no habría calefacción y que seguramente vendrían a reparar el ascensor en horario laboral, por supuesto. Ahora, a toro pasado y con mente fría, podríamos decir que parecían señales de la que nos íbamos a encontrar en apenas un par de horas.
Los que tenemos hijos pequeños el lunes nos dimos cuenta de que jugamos en una liga superior. Desde hace años en mi casa no faltan baterías de ningún tipo: pequeñas, grandes, de botón incluso de petaca hay alguna. Y es que toda la juguetería moderna va con pilas y uno si quiere sentirse un buen padre no puede permitirse el lujo de no tener pilas. Como cuando yo vivía en casa de mis padres y me quedaba sin ellas para escuchar la radio por la noche en la cama y mi padre no me las daba por si se acaban las suyas y se quedaba sin radio a altas horas de la madrugada.
El lunes la radio nos salvó una vez más. El gran medio, el de la cercanía, la credibilidad y la confianza, no falló. Muchos fueron los que rebuscaron en los cajones el viejo transistor a pilas. El viejo transistor con el que escuchábamos los partidos los domingos con la esperanza de al menos hacer once en la quiniela.
Durante estos días se ha disparado la venta de receptores y los Bazares se han puesto las botas hasta convertir la típica radio de Sony con la cinta colgando en un artículo de lujo.
En medio de tanto caos, me acordé de que en el coche podría cargar el móvil y el portátil y por supuesto escuchar la radio. Así que me dirigí al garaje de mi comunidad en busca de mi coche, totalmente convencido de que allí estaría esperándome, pero la realidad fue otra, el coche estaba desde primera hora en el taller de Leo.
Hasta que caí en el asunto tuve un par de minutos de profunda confusión llegando a pensar que con el apagón la gente se había lanzado al pillaje y al expolio.
Y la realidad es que cuando se fuero los plomos, sin redes sociales, sin streaming, con acceso limitado a medios digitales, la situación de nuevo me llevó al transistor a pilas, porque cuando todo se apaga hay cosas que siempre permanecen, que nunca mueren y que están ahí para hacernos la vida mejor, para hacernos compañía y, sobre todo, para darnos tranquilidad.
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