Todo empieza con una deuda
«La amplia concepción del destino, que hasta ahora encarrilaba inflexiblemente nuestro camino, hoy se limita a reconocernos como descendientes de la familia donde caímos»
Las cosas del alma son complejas. Viven bajo una oscuridad que todos compartimos. Sobre esto hay unanimidad. Las diferencias surgen cuando intentamos explicarlas. Porque a ... partir de este punto, unos se enredan en especulaciones complicadas que probablemente añaden oscuridad a una realidad ya de por sí opaca. Otros, en cambio, optan por la simplificación y no se estrujan demasiado la sesera, convencidos como están de que en esa materia, como en tantas otras, todo son habas contadas.
En este último sentido, que se adhiere al modelo cartesiano de ideas distintas y claras, podemos dividir a las personas en dos: las que viven como deudoras de un préstamo cuyo origen no aciertan a localizar, y las que lo hacen como acreedoras del prójimo sin saber tampoco por qué causa. Así de sencillo es el tema, al menos si se le acepta como resumen de una improvisada lección de psicología práctica.
En realidad, todos somos titulares de una deuda contraída, de naturaleza confusa, cuyo monto no acertamos a calcular. Lo que sí conocemos es que el débito no proviene de un gasto directo que no hayamos sabido controlar. Nace, más bien, de un préstamo muy primitivo cuyo depósito nos proveyó de capital amoroso suficiente para permitirnos invertir en la vida y gastar en compañía de los demás. Todas nuestras ilusiones, ambiciones, ideales y deseos viven gracias a esos dineros cuyo tintineo nos recuerda el deber de irlo amortizando con pequeños abonos. No es un débito que, una vez recibido, se nos pueda condonar.
No obstante, si nos apremia la curiosidad y la necesidad de conocer al prestamista, también nos dividimos entre dos posibles causas explicativas. Los más religiosos recurren a un Redentor que dio su vida por ellos y les obliga moralmente a una reparación. En tanto que los laicos, en cambio, sin necesidad de echar mano a concepciones celestiales, apuntamos en primer plano al amor materno, convencidos de que su inclinación y ternura son una fortuna que nos prestan aparentemente de buen grado pero que nos exigen reembolsar.
En el otro extremo del arco social, encontramos a las personas que no se sienten deudoras de nada, pues nada creen haber recibido durante su infancia, al menos de modo gratuito. Resentidos por ese abandono, mucho más doloroso que un simple descuido, se pasan la vida reclamando una supuesta deuda a quien se le cruce en el camino. De este modo, exigiendo lo que no les han dado de inicio, reivindicando y reclamando esa mercancía de cariño en cualquier lugar, viven de limosna y empobrecidos.
Es triste que la vida se reduzca a esto, a la suerte o la desgracia que acompaña nuestros primeros pasos. La amplia concepción del destino, que hasta ahora encarrilaba inflexiblemente nuestro camino, hoy se limita a reconocernos como descendientes, afortunados o infortunados, de la familia donde caímos.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión