Lamento después del incendio
«No he conocido en ningún otro lugar del mundo bosques más placenteros que estos pinares de Las Landas de Gascuña; aunque a veces la brisa, el sol o la tempestad me traen a la memoria los pinares de la Sierra de la Culebra»
A veces el paso del tiempo reaviva la memoria y revela con nueva luz la memoria olvidada de recuerdos lejanos y perdidos ya en el ... olvido. Cruza ahora otra vez el viajero, camino de las viñas bordelesas, los pinares altivos y monótonos de esta Gironda de tantas tradiciones, leyendas y héroes silenciosos. Las Landas francesas arrasadadas por el fuego que ha quemado sus míticos pinares: treinta mil hectáreas de vida hechas ceniza y humo, sus míticos pinares y arenas movedizas que llegan hasta el océano. Aquí conocí hace más de medio siglo a un audaz y adelantado militante de la causa ecologista a la antigua, cuyo primer mandamiento obligaba a sus adeptos a ser ciudadanos del bosque. Han pasado apenas dos semanas desde que las forestas trasparentes de Landira y Teste-de-Buch, los pagos arbóreos más preciados de este departamento francés, fueran pastos de las llamas y carbonizados hasta las arenas atlánticas que preside la dura gigantesca de Pilat, puerta de la bahía de Arcachon.
Más de un millón de hectáreas de esta región de Nueva Aquitania, desde la fluvial Bayona hasta le desembocadura del río Garona, están pobladas de pinos, el bosque más grande de Europa occidental gestionado por los madereros locales desde hace un siglo. Este bosque macizo y gigantesco fue plantado por los labradores que utilizaban zancos para andar sobre el terreno húmedo de los arenales, para escabarlo en busca de la tierra fértil, con el mismo coraje que el de los valencianos en su forzado trabajo para robar a la Albufera los extensos marjales del arroz. Aquí en Las Landas el método que utilizaron los pioneros para la fijación de los arenales consistió en inmobilizar las dunas con zarzas y palos atados a pequeñas estacas y frenar así los arrastres de arena por las olas del océano y los vientos.
En la catástrofe de los incendios que también arrasaron abelules, alisios, sauces y acebos en las Landas durante una semana, ha sido víctima añadida del fuego la fauna más preciada de esta Occitania que se extienda desde el Atlántico al Mediterráneo: el lagarto occelado y el murciélago nóctulo, catalogados como los más grande de Europa. Será muy difícil recuperar esas especies, se lamenta el biólogo Paul Tournier mirando al cielo abierto a través de las finas columnas negras de pinos carbonizados, que componen los pentagramas verticales de un desgraciado concierto.
A pocos kilómetros del epicentro de la gran hoguera, en un pequeño pueblo de nombre Pondaurat, donde un monasterio de monjes Antoninos recibía a los peregrinos camino de Santiago, vivía el escritor Roger Boussinot, con quien aprendí la doctrina auténtica del buen ecologismo. Con la misma hospitalidad de aquellos viejos monjes cuya religiosidad no compartía, Roger me recibió en su casa y me ofreció sus habilidades de guía material y espiritual de Las Landas. Por un extraño juego del destino, había nacido él en Túnez hacía medio siglo y en su casa de Pondaurat, antiguo molino del río Bassane, se entregaba a la escritura de novelas con la pasión de crear el código de un nuevo ecologismo. Me contó sus penurias pasadas cuando regresó de joven adolescente a Francia y sus aventuras en París durante la ocupación nazi de la II Guerra mundial, donde logró salvar del acoso de la Gestapo a una joven judía de la que se había enamorado. Su carnet del Partido comunista no fue un talismán para semejante proeza, pero sobrevivió a la peripecia, mudó la futilidad de la vida parisina, se hizo anarquista y se estableció en Las Landas.
Los arenales de esta región que durante siglos merecieron el título de desierto del Sahara en Europa, ya habían sido poblados de pinares y sus habitantes se entregaban a las tareas de explotación maderera. Roger Boussinot, que llegó a gestionar la alcaldía de Pondaurat, dejó en sus novelas un tratado institucional de ecología verdadera, pegada al terruño y defensora de la naturaleza en peligro de extinción en un paraje donde un siglo antes los jerifaltes de París habían prometido, en busca de prosperidad de sus habitantes, poblar con camellos saharauis estas dunas inmensas. Con la mirada triste salida de sus ojos ya marchitos protegidos bajo el ala de su gorra sempiterna, Roger me relataba las tragedias de aquellos pinares que flotan sobre arena, narradas en su novela 'Jean de Chalonge, ovejero de Las Landas'. Este personaje, pastor de ovejas que se negaba a cambiar ese oficio por el de resinero, es uno de los héroes de aquellos años en que la comarca fue atravesada por dos autopistas que pusieron en peligro el equilibrio ecológico de estos parajes protegidos y devorados por un gran incendio. En agosto de 1949, más de la mitad de aquellas arboledas se convirtieron en humo y desaparecieron de aquel erial ennegrecido los rebaños de ovejas.
No he conocido en ningún otro lugar del mundo bosques más placenteros que estos pinares de Las Landas de Gascuña; aunque a veces esa brisa que peina a los árboles a la caída del sol, el sol ardiente que cambia el olor de sus hojas o la tempestad cuando a media tarde doblega las ramas, me traen a la memoria los pinares de la Sierra de la Culebra, tan ardida ahora, y los aguajales con los pies en el agua de la selva amazónica que rodea a Iquitos. Esas músicas, olores e imágenes forman parte de los senderos de los nidos de araña que Ítalo Calvino trazó en su novela, memoria de la naturaleza, paraíso y vida que la codicia humana pretende arrasar.
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