

Secciones
Servicios
Destacamos
Leí hace algún tiempo ese ensayo tan revelador, publicado en 2018, que lleva por título 'Cómo mueren las democracias'. Sus autores, Lewitsky y Ziblatt, profesores ... de la Universidad de Harvard, reflexionaban en él sobre la fragilidad de las democracias y los riesgos a los que están sometidas en la actualidad. Analizando experiencias de distintos lugares llegaban a la conclusión de que también desde, con y por medio de las urnas se puede llegar a situaciones de populismo y autoritarismo, que, en la vieja teoría política, solo se alcanzaban mediante la interrupción violenta de un sistema democrático.
Tal conclusión me pareció ciertamente inquietante: las democracias de hoy ya no terminan con un golpe militar o con una revolución, sino con un leve quejido; el que procede del lento y progresivo debilitamiento de las instituciones esenciales, como lo son el sistema jurídico o la prensa, y de la erosión global de las normas políticas tradicionales. Y no se bien si era una reflexión abstracta, una premonición fundada, o una constatación empírica ya por entonces. Quizá todo a la vez.
El libro, muy centrado en la evolución política norteamericana, pero tomando en consideración otras experiencias, se escribió durante el primer mandato de Donald Trump como presidente de los EE UU de Norteamérica (2017-2021), de manera que muchas de sus reflexiones están referidas a decisiones y situaciones de la época. De todas sus conclusiones, me llamaron la atención estas dos ideas: el desmantelamiento de la democracia sobreviene cuando se abandonan las reglas no escritas de la tolerancia mutua y de la contención institucional. La tolerancia mutua se pierde cuando se toma al adversario como enemigo, la polarización se lleva al extremo y la pugna política se convierte en una guerra de exterminio; porque todo ello suele ir unido. La contención institucional es ese talante que hace que quien dispone de un poder descomunal no lo ejerza hasta sus últimas consecuencias, porque sabe que el desastre será irreversible; si se sustituye la contención por la audacia desacomplejada y altiva, los riesgos del destrozo se harán incalculables.
Terminaban los autores su alegato (¡¡en 2018!!) con esta cita textual: «Y aunque Donald Trump no acabe por derribar los guardarraíles de nuestra democracia constitucional, ha incrementado las probabilidades de que un futuro presidente lo haga». Estaba empezando su primer mandato y no podían prever que ese «futuro presidente» sería él mismo. Así que estoy expectante por si ambos autores decidieran continuar su reflexión ahora, una vez iniciado el segundo mandato, que es donde ahora estamos.
Vayamos un momento, brevemente, al principio: Trump ganó con evidente amplitud las elecciones presidenciales del pasado noviembre; siendo la mayoría necesaria de 270 votos electorales, obtuvo 312 frente a 226 de su oponente. Cierto que el sistema electoral de allí, en la elección de presidente, es muy peculiar y perfectamente puede ocurrir que el resultado en votos directos de los ciudadanos puede no corresponderse con el resultado en votos electorales de los Estados, pero no ocurrió eso, con una elevada participación del 65% (de 1980 para acá solo dos veces se había superado el 60%). Viendo los análisis que ya se han hecho sobre la extracción del voto, la evolución por sectores y los trasvases entre bloques, la imagen que se obtiene es también muy significativa. En el voto por género, por raza, por origen, por edad, por nivel de educación, por confesión religiosa, etc., sistemáticamente se ha dado el mismo fenómeno: donde tradicionalmente ganaban los republicanos la diferencia ha aumentado; donde lo hacían los demócratas la diferencia se ha reducido, o incluso se ha invertido. Un ejemplo muy gráfico: entre los hispanos, en 2020 la diferencia fue del 65 al 32% a favor de los demócratas; ahora se ha reducido del 52 al 46%; nada menos que un 14% cambió de bando esta vez.
¿Hay una explicación clara? No lo creo; no creo que un resultado tan transversalmente favorable pueda obedecer a una diferenciación ideológica tradicional; no es un eje derecha/izquierda lo que allí ha funcionado; es otra cosa. Es una actitud, una reacción de un amplio sector de la población que busca autoridad, seguridad, supremacía y viejas esencias y glorias locales. Otra edad de oro y América lo primero, otra vez grande, otra vez dominante. El último mandato demócrata (¡Biden tropezando física y verbalmente!) dio una imagen de debilidad y decadencia que Kamala Harris no podía enderezar ya y Trump, con un inmenso apoyo mediático, se lo llevó por delante con proclamas simples sobre la inmigración, la expansión territorial, el proteccionismo económico, la identidad y la diversidad de género. Y ha vuelto reforzado y hostil, irrumpiendo en la escena con ese poderío: altivo, desatado, envalentonado, con ánimo de revancha retroactiva, salvado milagrosamente de un disparo en la oreja, con apoyos claros allá donde nunca les había, de lo que Europa es un buen ejemplo, con ultraderechas en alza por doquier. Pero exhibiendo una legitimidad electoral indiscutible. Ingredientes todos ellos de alta intensidad, como bien se puso de manifiesto aquel primer día en la Casa Blanca cuando firmó 26 decretos ejecutivos de todo tipo, exhibiendo una autoridad casi obscena.
Así pues, ¿qué pasará?; ¿llevará a cabo todo ese serial de invasiones, aranceles, bravatas antieuropeas, provocaciones, expulsiones, etc.? Hasta ahora siempre se pensó que ningún Presidente de los EE UU, a pesar de su inmenso poder, sería capaz de llevar a la práctica todas sus intenciones; los intereses adquiridos, los frenos del entorno, los contrapesos institucionales, la presencia de otros competidores, etc., le pondrían frente a los límites de la realidad y le terminarían llevando a la contención. No se si ésta es la primera vez que todo eso no está tan claro, vistas las circunstancias.
Quizá haya que confiar en que, si los aranceles aumentan los precios, y suben la inflación, y los inversores se inquietan, y los mercados resoplan, todo eso llame al orden. Y que China, y Canadá, y la OTAN reconvertida, y la Unión Europea en lo que pueda, y acaso la paradoja de Rusia, ayuden como club de damnificados si se configura un adversario común y un riesgo general. Pero sería mejor que no lleguemos hasta ahí; que entre la tensión y la agresividad no hay más que un paso.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.