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No cabe duda de que la muerte de un Papa es un acontecimiento bien singular, tanto por lo que en sí misma supone, como por ... todo el ritual que acompaña el proceso de sucesión en el Papado. Baste observar el despliegue con que los medios de comunicación informan, en tiempo real y prácticamente con programación exclusiva, de la noticia, y la expectación que genera, directamente relacionada con el importante número de fieles, extendido por todo el universo, que profesan la religión católica, pero también con la influencia que se reconoce a su figura, especialmente cuando emite opinión sobre cualquiera de los problemas que afectan a la humanidad. Y es bien cierto que la significación de la Iglesia de Roma ha tenido altibajos a lo largo de la historia y que el momento presente no es seguramente el más relevante en su evolución, presionada como está en una sociedad donde el relativismo moral y los valores imperantes no son ingredientes demasiado favorables a su esencia.
Pero, a pesar de todo, no hay otra entidad colectiva de tan amplio espectro que tenga detrás más de veinte siglos de existencia y presencia, como no hay ninguna que haya generado, además de doctrina y reglas de conducta con tantos adeptos, procedimientos, protocolos, ritos, estéticas y manifestaciones tan llamativas y tan universales. Bien expresa todo ello el complejo desarrollo de ceremonias que se pone en marcha con ocasión de la muerte de un Papa, desde el acto de confirmación del fallecimiento, incluso después de que esté ya médicamente certificado, y el despojo del anillo papal, hasta la peculiar forma en que se decide su sucesión, pasando por la solemnidad con que se exponen públicamente sus restos y por la singularidad jurídica con que se organiza la sede vacante mientras permanezca esa situación.
Así que no es de extrañar que la propia noticia genere por igual reacciones y valoraciones, no solo en el ámbito confesional propio, sino también en el entorno social, político, o institucional con carácter general. El Papa, a su modo y con sus instrumentos, ejerce un liderazgo religioso, pero también cultural y, en buena medida, político. Que Jefes de Estado y de Gobierno, desde Trump a Putin, hayan mostrado sus condolencias, conscientes, como sin duda lo serán, de estar tomando decisiones radicalmente contrarias a lo que el Papa fallecido proclamó hasta el último momento, lo dice todo. Eso es también lo curioso: el Papa tiene algo de monarca absoluto, tal como se ha ido configurando a lo largo de la historia la estructura jerárquica de la Iglesia Católica; pero no se le puede aplicar aquello de «a Rey muerto, Rey puesto». El Papado no se hereda; requiere una elección delicada, por una compleja mayoría cualificada de dos tercios del Colegio Cardenalicio, compuesto por 135 cardenales, en votación secreta, y, por mucho que el Espíritu Santo sobrevuele la Capilla Sixtina, el tanteo, la negociación y la intriga no están excluidos. No hay candidatos previos formalmente declarados y eso aumenta la incertidumbre, con un efecto sorpresa que solo la 'fumata bianca' terminará por disipar. Esa reciente película, Cónclave, tan admirada, lo reflejó perfectamente.
Vayamos, pues, al fondo del asunto. La relevancia de un Papa se mide sobre todo por la dimensión que haya sido capaz de proyectar sobre los no creyentes; sobre los creyentes se sobreentiende que hay un reconocimiento previo de autoridad, que puede llegar a ser más o menos incondicional. El Papa Francisco generó interés, y estima en muchos casos, más allá del ámbito de los fieles; y hasta pudiera ocurrir que haya gozado de más aprecio fuera que dentro de la propia Iglesia, al menos en algunos sectores en uno y otro caso, porque no sería justo generalizar en este aspecto. Su forma de ejercer el cargo, su discurso y su posicionamiento sobre los temas más candentes, y a menudo más complicados, del momento, su actitud y sus gestos, que importan mucho en su función, le han proporcionado simpatía. Las circunstancias mismas de su fallecimiento, unas horas después de haber comparecido públicamente por última vez en una celebración tan señalada en el ritual católico, de haber difundido un mensaje tan intenso sobre la paz donde hay guerra y sobre la solidaridad con los desvalidos donde hay indiferencia, y de haber recordado al vicepresidente norteamericano que el fenómeno de la migración requiere otra mirada, al menos más humana, seguro que han contribuido a forjar un legado moral y social apreciable; como también su procedencia, como primer Papa no europeo, contribuyó a ello.
De ese legado quedarán, sin duda, sus llamamientos a la acogida, más allá del origen social o geográfico y de la orientación sexual, su crítica a la desigualdad, la violencia o la injusticia, su defensa de la protección del medio ambiente, su compromiso con los excluidos, los refugiados y los migrantes, su turbado desasosiego con el tratamiento displicente de la pederastia, y tantos otros reclamos. Podrán parecer insuficientes en muchos casos, tal vez porque estamos más inclinados a valorar la tendencia de un Papa por su opinión en eso que antiguamente llamábamos materias de fe y costumbre (léase la familia, la sexualidad, etc.), que por sus apuestas sociales, económicas, ecológicas, o humanas en sentido amplio. Aquello es más mediático, y no caemos en la cuenta de que la opinión del Papa en relación con ciertos asuntos (el aborto o la eutanasia, por ejemplo) está basada en criterios que merecen respeto, aunque puedan ser o no compartidos y aunque no deban ser impuestos al conjunto de una sociedad plural y democrática.
Ahora, culminados los ritos funerarios, será el tiempo de los pronósticos, tan practicados, tan estimulantes. Si vendrá de oriente, si será de raza negra, si volverá a ser europeo; si estará más inclinado en un sentido o en otro; si primará la idea de mantener y continuar el legado recibido, o la intención de acomodarse a la creciente ola conservadora para recuperar sintonía. Me inclino a pensar que para alcanzar los dos tercios hará falta alguna transacción que evite un escoramiento excesivo y ofrezca una salida en la zona templada, con independencia de la extracción personal o geográfica, que también será importante. Y que, sea quien sea el elegido, no podrá dar marcha atrás en muchas cosas, ni avanzar demasiado deprisa en otras; casi seguro que tendrá que plantearse el papel de las mujeres en la Iglesia, y quien sabe si la regla del celibato. Pero todo esto ya ocurrió más de una vez en veinte siglos. Así que tiempo al tiempo.
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