Las llamas y el humo
«Si era evidente que hubo causas naturales coadyuvantes, lo es, y más aún porque son más evitables, que ha habido negligencias graves, sea por falta de iniciativas de prevención, sea por deficiencias obvias en la coordinación de las tareas de extinción»
Poca duda cabe de que este dichoso verano que ya va cediendo el paso quedará en la memoria colectiva como el verano de las llamas y el humo, ... y de la angustia y el miedo, muy especialmente en nuestro entorno cercano, porque es cierto que Castilla y León ha sido el 'territorio elegido' para la versión más grave de la tragedia. No el único, obviamente, pero el que más, por extensión de la herida negra, por valor histórico y paisajístico de las zonas afectadas, incluso por los antecedentes. Ahora, ya con el riesgo disminuido por el momento, nunca del todo superado, debiera ocupar su sitio la reflexión, sin que lo abandonen la frustración, el dolor y la rabia. Porque hay otro riesgo, ya comprobado en múltiples ocasiones, que es el que sobreviene con el paso del tiempo; dejamos de ver las llamas en directo y en tiempo real, dejamos de escuchar la queja desesperada de los vecinos, dejamos de sentir el efecto del humo en el olfato, y parece como si el episodio, al perder inmediatez, perdiera también impacto y fuerza. Así que procede insistir, e incluso, si es posible, hacerlo con un poco de distancia en el análisis de las causas, los efectos, los comportamientos, y algunas otras cosas.
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Los hechos físicos son bastante evidentes. Es cierto que esta vez concurrieron circunstancias coadyuvantes en los llamados «incendios de nueva generación»: una primavera muy lluviosa que llenó las tierras y los bosques de hierbajos, maleza y matorral, con un crecimiento desaforado; olas de calor intermedias (aquella de junio) que secaron todo ese material ya prematuramente; la gran ola de calor, por intensidad y por duración, de agosto que lo convirtió en puro combustible; las fases de fuerte viento en las zonas más afectadas; y no sé si algo más. Todo eso coincidió. Por supuesto, también la acción del ser humano como factor importante. He repasado estudios estadísticos al respecto y, aunque son muy desiguales en porcentajes, coinciden en un criterio: bastante más de la mitad tienen ese origen; una parte, más pequeña, por malicia intencionada, otra, más principal, por descuido negligente, con una casuística bien conocida de actuaciones imprudentes; las causas naturales, y en la época de los incendios parece que las tormentas secas con aparato eléctrico no abundaron, son un porcentaje bastante minoritario. Lo que no elimina el otro análisis al que luego volveré.
Junto a esas circunstancias inmediatas, hay otras más estructurales que tienen mucha relación. Se invoca con insistencia el efecto del cambio climático y es absolutamente comprobable, por el conocimiento científico y por el sentido común de quien quiera usarlo, que asistimos a una fase cada vez más aguda de fenómenos naturales cuya explicación última es esa: la alteración de factores de equilibrio y de sostenibilidad del entorno medioambiental con impacto inmediato sobre el medio natural, la sucesión de las estaciones, la estabilidad atmosférica, la condensación y la temperatura, el nivel del mar, el hábitat ecológico, etc., etc. Para nada soy especialista en la materia, pero basta fijarse un poco en lo que está pasando para advertirlo.
Hay otra cuestión central de máxima influencia, tan conocida, tan lamentada, tan difícil ya de revertir. Me refiero, obviamente, a la despoblación de una parte cada vez más amplia del medio rural. Eludo las cifras dramáticas de la demografía, la distribución de la población en el territorio, el tamaño medio de los asentamientos humanos, la media de edad de las personas que permanecen ahí, etc., pero juro que son alarmantes, crecientemente alarmantes. Por supuesto que este proceso de abandono del medio rural tiene consecuencias negativas; la reducción de actividades agrícolas y ganaderas, de pastoreo, de limpieza y accesibilidad a los montes, de extensión incontrolada de masas forestales, la proliferación de espacios inseguros y de riesgo en el entorno de los núcleos de población etc., tiene mucha relación con lo ocurrido. Estos días se ha llamado también la atención sobre el hecho de que los incendios hayan sido especialmente virulentos en el oeste de la Región y prácticamente inexistentes en el este, concretamente en las zonas de pinares de Burgos, Soria o Segovia. Y se ha recordado que en esos lugares hay sistemas de propiedad vecinal de los montes que incentivan la prevención y el cuidado. Y estoy seguro de que es así.
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Pero luego está la otra dimensión de lo ocurrido, la administrativa y la política, la que debe tener en cuenta las competencias, las actuaciones, las reacciones, y, por supuesto, las culpabilidades imputables y las responsabilidades exigibles. Si era evidente que hubo causas naturales coadyuvantes, lo es, y más aún porque son más evitables, que ha habido negligencias graves, sea por falta de iniciativas de prevención, sea por deficiencias obvias en la coordinación de las tareas de extinción. En toda catástrofe suele haber una escala graduable (lo que es posible que ocurra, lo que es probable, lo que es previsible, lo que es evitable) y creo que en todos los grados de la escala ha habido fallos ostensibles. En el caso del fuego hay aún otro nivel, que es el de lo extinguible, teniendo en cuenta el lugar, el momento, las condiciones y los medios.
Como es lógico, el debate se ha centrado con fuerza en las competencias, donde hay una base indiscutible: las competencias en la materia son de la Comunidad Autónoma, y a la Junta de Castilla y León corresponde la tarea fundamental de prevención y extinción, con todo lo que implican una y otra de planificación, limpieza anticipada, inversión, disposición de medios materiales y humanos, dispositivos y brigadas en condiciones dignas y adecuadas, etc. Añado también, por si no ha sido advertido, que en nuestro Estatuto de Autonomía estas competencias no están en la lista de las exclusivas del artículo 70, sino en las de competencias de desarrollo normativo y ejecución del artículo 71, dentro de la legislación básica del Estado. Vean los puntos 7 y 8 de ese artículo (medio ambiente, montes, etc.) y también el 16, la protección civil. Entiendo que de ahí cabe deducir que hay un tramo compartido de la competencia, y que, creo yo, la prevención es más principalmente autonómica, mientras que en la extinción debe operar la cooperación estatal. Así lo dispone también la legislación nacional de protección civil, sin duda alguna; y así suele terminar ocurriendo, previo ese lamentable debate del 'y tú más', al que tan acostumbrados estamos en la reacción polarizada a las catástrofes, que tiene mucho de cálculo de rédito electoral.
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Así que estará bien un pacto de lucha contra el cambio climático. Y mejor aún si va acompañado de otro contra la politización de las tragedias y a favor de la tecnificación profesional en la forma de afrontar las emergencias, con protocolos rigurosos de actuación; o sea, un pacto a favor de incorporar la lealtad en la cultura política de un país tan descentralizado como el nuestro.
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