Recupero por un momento la foto de aquella noche del 23 de julio. Una parte con cara de circunstancias porque no había cumplido objetivos; otra ... exultante de gozo porque el adversario no hubiera cumplido objetivos y eso abriera posibilidades que no se esperaban, tal vez con poca conciencia aún de lo que supondría aprovechar esas posibilidades. Los demás estaban a lo suyo, cada uno según le hubiere ido: unos, a un lado y a otro, con cara de circunstancias viendo que su adversario común, que no es otro que el bipartidismo, mejoraba posiciones, aunque ellos mantuvieran relevancia a efectos de la configuración del respectivo bloque; y otros, en fin, con peor o mejor suerte en su lugar de origen, mirándose entre sí para la disputa doméstica, pero sabiéndose decisivos. Ese era el panorama aquella noche. Algún titular, sólo alguno por entonces, resumió el resultado a su manera: la gobernabilidad de España en manos de Puigdemont. Enseguida vino agosto, con los calores y las tormentas, y las abundantes fiestas locales, y el mundial femenino, y Rubiales que ayudó lo suyo, y parecía como si, llegado septiembre, todo aquello de la noche del 23J se hubiera quedado en una sutil ensoñación. El resultado fue el que fue, y ya veremos; alguna solución habrá. Pues el resultado aun pudo ser más complicado por muy variadas circunstancias, como bien se está apreciando. De momento estamos a la espera de que se celebre un debate de investidura que, previsiblemente, porque es bien previsible que no saldrá adelante, solo tendrá el efecto constitucional de poner en marcha el plazo de los dos meses tras los cuales, si no hay otra investidura exitosa, habría que repetir las elecciones. Se achaca a este trance que supone una pérdida de tiempo, porque se sabía de antemano que el candidato del PP no tendría suficientes apoyos; pero lo cierto es que el Rey le propuso porque era el más votado y porque unos cuantos de los que no le van a votar no fueron a decírselo, ni siquiera por imperativo legal. De manera que, consumido este intento, se abrirá la opción alternativa de otra investidura, que será la del candidato del PSOE. Y esto es lo más llamativo de la situación: el centro del debate político, en los medios de comunicación y en la opinión pública, lo está ocupando claramente el contexto en que se supone que se va a desenvolver esa segunda investidura cuyo tiempo político aún no ha comenzado mientras esté pendiente la anterior. Puede parecer extraño que sea así, pero en absoluto lo es; todos los interesados, afectados o concernidos han contribuido a ello desde el primer momento, y si alguien lo ha hecho de manera especialísima es la misma candidata de Sumar, Vicepresidenta del Gobierno, que de forma tan ostensible como imprudente se presentó en Waterloo en actitud de pleitesía a quien dice tener la llave de la gobernabilidad del país.
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Así que no es extraño que, planteada expresamente la amnistía como condición de apoyo a la investidura, un asunto tan delicado como éste se haya convertido en materia preferente de opinión y controversia. Es cierto que todo apunta, con evidencia creciente, a que se está hablando y negociando sobre el tema, aunque aún no consta cuál vaya a ser el resultado final de la negociación, si es que lo hay; pero, a la vez que se pide discreción y prudencia, alegando que no se fijarán posiciones formales hasta que, fracasada la primera investidura, no se produzca el encargo real para la siguiente, no hay nadie que esté pasivo al respecto. Sin duda que es precipitado, y desproporcionado por excesivo, alentar movilizaciones preventivas, pero opinar es perfectamente oportuno y legítimo, sea cual sea el punto de vista que se tenga al respecto. Avanzo el mío, aunque es probable que haya que desarrollarlo en posteriores entregas, dada la cantidad de matices que encierra. Distingo dos niveles de análisis, que pueden combinarse e influirse, pero que tienen diverso alcance: una cosa es la opinión o el criterio que pueda tenerse sobre «la amnistía», con carácter general, y otra, bastante distinta, es el juicio de valor que pueda merecer «una determinada amnistía», en concreto o en particular. Lo primero tiene una dimensión principalmente jurídica, y desde luego constitucional; lo segundo obedece más al contexto político y a las circunstancias en que se plantea el asunto. Resumo aquí el amplio calado de ambos.
A mi juicio, la perspectiva constitucional se ha simplificado en algunas de las opiniones emitidas. La Constitución no prohíbe expresamente la amnistía (prohíbe el indulto general, que no es lo mismo, aunque ayude en el razonamiento interpretativo) como tampoco la permite expresamente. Pero es que hay miles de cosas que la Constitución no prohíbe, ni permite, y hay que interpretar con rigor argumental si deben aceptarse o rechazarse. Yo creo que los argumentos contrarios (la división de poderes, la igualdad, los imperativos del Estado democrático de derecho, etc.) tienen más valor jurídico que los favorables (la soberanía legislativa, la autonomía parlamentaria, etc.). Si a ello añadimos argumentos extraídos del significado histórico, de la finalidad, de los precedentes, etc., de amnistías conocidas, generalmente fruto de grandes acuerdos políticos y con mucho consenso social, se podrán extraer argumentos también más inclinados en el sentido contrario. Pero aquí entra ya la política y su particular punto de vista: ¿se debe poner por encima el invocado interés general a la formación de gobierno, a evitar la repetición de elecciones, a favorecer la convivencia social y la integración en el proyecto nacional de una parte del territorio, etc., frente al enjuiciamiento de hechos delictivos verdaderamente graves, por lo que algunos responsables ya fueron condenados, mientras que la amnistía eximiría a otros de juicio y de condena? Porque la amnistía tiene ese efecto, eliminar el carácter delictivo de hechos que constituían delito cuando se cometieron; el indulto reduce la condena, que no es poco, pero la amnistía extingue la responsabilidad por el delito cometido. Y eso es fuerte, más aún si el responsable principal, que pretende una autoamnistía como condición previa aprovechando el valor de sus votos, ha eludido la acción de la justicia, con alardes de prófugo huido, que no de exiliado, y no parece tener intención ni de reconocer errores, ni de comprometerse a no repetirlos. Así que, ni en lo jurídico, ni en lo político, lo veo claro. Hay por medio una cuestión de dignidad, un tanto humillante, difícil de soslayar. Se preguntará uno al final si, frustrada la primera investidura y negada la segunda por no aceptación de las condiciones, será fatal la repetición electoral por imposibilidad de formar gobierno. No lo es; la Constitución no prohíbe que unas cuantas abstenciones lo hagan posible; la buena política y el interés general tampoco. Pero eso hay que buscarlo, pedirlo y ofrecerlo. De esto hablaremos otro día.
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