Gaza y la política
«Ha habido muchas diferencias terminológicas, ciertamente, y algunas poco razonables, pero yo no he escuchado a nadie decir que apoyaba lo que está haciendo Israel en Gaza, como nadie dijo que le pareciera bien lo que hizo Hamas»
Es bien evidente que lo que está ocurriendo en la franja de Gaza se ha convertido en un tema central en las relaciones internacionales, y ... más que central en el ámbito de la política interna. La reciente Asamblea de la ONU lo pone bien de manifiesto en un aspecto, y el día a día, de manera continua y recurrente, lo hace igualmente en el otro.
No hará falta insistir en que lo que está haciendo allí el Gobierno de Israel es una barbaridad. Podemos llamarlo matanza indiscriminada de civiles, con una crueldad ilimitada, o como queramos decirlo, porque las palabras son insuficientes para describir lo que vemos día a día. Podemos llamarlo genocidio, porque es un genocidio. Los textos jurídicos internacionales, y también los diccionarios de la lengua, definen el genocidio como «exterminio de un grupo humano por motivos raciales, étnicos, religiosos o políticos». Eso es exactamente lo que está haciendo el Gobierno de Israel: un exterminio calculado y programado del colectivo palestino que habita en Gaza. Con varios agravantes: la estadística mortal dice que mujeres y niños integran una horrible mayoría de las víctimas, lo que seguramente supone que el agresor no solo pretende exterminar, sino también impedir en lo posible la reproducción futura de los exterminados; y no deja de ser una agravante, sobre todo moral, que quien ahora extermina fuera, en otro contexto, también víctima de otro exterminio. Conste también que este juicio de valor para nada impide, sino todo lo contrario, la más radical condena de aquella masacre causada por los comandos terroristas de Hamás, de la que lamentablemente permanecen rehenes involuntarios e inocentes. Pero debe quedar bien claro que la desproporción de la reacción israelí, y el brutal ensañamiento aplicado, no tienen ni justificación, ni sentido. Ojalá, pues, veamos cuanto antes el día en que esto termine y, también cuanto antes, el día en que la comunidad internacional, a través de los organismos competentes, proceda a hacer rigurosa justicia con los responsables.
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Ante tamaña violación de los derechos humanos, de las reglas internacionales, e incluso de los límites a observar en los conflictos bélicos (aunque esto ya no puede ser considerado como una guerra, ni siquiera defensiva), se han ido sucediendo las reacciones de todo tipo, en muchas ocasiones animadas por la voluntad de marcar diferencias, en las palabras, en los gestos, en las posiciones, supongo que previo cálculo de lo que pudiera haber de rentabilidad política en ello. No es eso, desde luego, lo deseable. Pero nos hemos acostumbrado a polarizarlo todo y a que nada sea motivo de posición compartida, ni dentro ni fuera. Y si hemos polarizado cualquier catástrofe, sea una pandemia, una dana, o un incendio, ¿por qué no íbamos a polarizar un genocidio?
Distingamos, pues. El Gobierno español ha adquirido mérito indudable con su posición en el tema, pronta y decidida. Puede haber exagerado la postura en algún momento, o en algún episodio (un poco más de equilibrio en los incidentes de la vuelta ciclista no hubieran venido mal), pero es evidente que ha desempeñado un papel activo de avanzadilla en la condena del genocidio y en la adopción de iniciativas y medidas, incluso sabiendo que algunas de ellas serían de complicada ejecución (el embargo de armas, como medida comercial con implicaciones estratégicas en la defensa es un buen ejemplo). La dinámica con que otros países han ido añadiendo reconocimientos de un Estado palestino, por más que sea un gesto de alcance más simbólico que real en este momento, pone también en valor la temprana decisión tomada aquí.
Reconocido todo eso, hay dos aspectos que creo merecen consideración crítica. Uno, el primero, porque es lamentable que en asuntos claves de posicionamiento internacional, en los que siempre está afectado el interés nacional de una u otra forma, no haya actualmente posibilidad alguna de convenir nada. Hubo ocasiones (¡ay, la guerra de Irak ¡) en que la discrepancia tenía explicación. Esto es distinto; esto no es una guerra. Ha habido muchas diferencias terminológicas, ciertamente, y algunas poco razonables, pero yo no he escuchado a nadie decir que apoyaba lo que está haciendo Israel en Gaza, como nadie dijo que le pareciera bien lo que hizo Hamas. Y, si es así, no se entiende bien que no haya margen para ninguna iniciativa conjunta, para ningún gesto, ni para un minuto de silencio o una declaración que se pueda compartir, aunque solo fuera con una estricta dimensión humanitaria y de consideración a las víctimas.
El otro aspecto tiene más que ver con la advertencia de un riesgo; el riesgo de la sobreactuación, o de la utilización en exceso, pretendiendo que con una exageración permanente de la diferencia respecto de la nitidez en la expresión, la contundencia en la reacción, o la dureza en la condena, se podrá compensar cualquier otra circunstancia política en que la desventaja sea, o pueda ser, ostensible. Hay, en efecto, en el escenario nacional actualmente, diversos asuntos de complicado recorrido y discurso: el prolongado vacío presupuestario, sin visos de solución, sino todo lo contrario, cuando ya va para tres años el retraso; las reiteradas muestras de fractura en lo que fue, si es que efectivamente lo fue, el bloque de apoyo a la gobernabilidad, más allá de la votación de investidura; las manifiestas discrepancias en asuntos muy sensibles que se pactan con una parte de los apoyos y con el rechazo de otros, siendo así que solo con el apoyo de todos podrían salir adelante, como se acaba de comprobar con la cesión de competencias en la política migratoria; o, en fin, la renovada actualidad de los conocidos 'asuntos judiciales', y de otros, como el de las pulseras anti violencia de género, pendiente de aclaración definitiva. Pensar que haciendo recurrente el discurso contra la barbarie israelí se puede minimizar el efecto eventualmente negativo de otros asuntos, que son reales y preocupantes, sería un tanto ingenuo. Incluso podría producirse un 'efecto rebote' si se percibiera con claridad que la intención, además de denunciar la intolerable masacre, es desviar la atención y marcar diferencias. Hasta en esto hay una justa medida razonable y sensata, que es la que permite mantener una posición decidida y digna, de la que pueda obtenerse legítimo rendimiento en la opinión pública, sin que el afán de la politización interesada y unilateral menoscabe su eficacia.
Así que más valdría examinar, si todavía es tiempo, la posibilidad de recomponer en torno al genocidio de Gaza una posición conjunta de país y de Estado. Ganaría fuerza en el contexto internacional y sería más útil para la causa de la paz.
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