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Estela de un avión. AP

¿Es verdad que nos fumigan los aviones?

Las estelas de los aviones comerciales solo son agua. Se trata de cristales de hielo que se forman a partir de los gases del combustible si las condiciones de vuelo y las ambientales son propicias

Domingo, 13 de julio 2025, 19:12

La respuesta corta es: no. Las estelas de los aviones comerciales solo son agua. Se trata de cristales de hielo que se forman a partir ... de los gases del combustible si las condiciones de vuelo y las ambientales son propicias. No hay miles de pilotos comerciales confabulados para soltar «químicos», atontar a la población y dirigir su pensamiento.

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Lo de «químicos» fascina a mis compañeros del ramo porque, como dicen ellos, al final todo es química: el agua del grifo, la sal del Himalaya, el aloe vera, o la lechuga. En esto, como en todo, no hay venenos, sino dosis. Con un espectrómetro de masas se pueden detectar proporciones ínfimas de cualquier sustancia, pero de que esté presente a que sea dañina hay un mundo. Sucede lo mismo con la radiación: un plátano nos aporta más radiación que vivir al lado de una central nuclear, pero la dosis es despreciable, mucho menos que la de una radiografía. El alimento más radiactivo, por cierto, son las nueces de Brasil, pero la dosis que generan es también muy baja.

Si esto es así de simple, si las estelas no son más que hielo, ¿por qué tiene tanto predicamento y ocupa tanto espacio en prensa la idea de que nos fumigan? Pues por lo mismo que con la memez de que la Tierra es plana; porque nos gustan las historias y estamos siempre deseosos de noticias nuevas, chascarrillos, historietas y anécdotas; cuanto más estrafalarias, mejor. Si la narrativa incluye clichés, como científicos de la NASA conspirando con sus modelos de clima, o algo relativamente sofisticado, o que se entiende a medias, como el vuelo de los aviones, pues mejor. Si la teoría es difícil de comprobar, ideal.

A nadie se le ocurre soltar la hipótesis de que si tocas el pedestal del conde Ansúrez pierdes dos dioptrías porque eso sería fácilmente comprobable. Pero el cielo es muy grande, los aviones chiquitos, y a saber qué pasa por ahí arriba cuando nadie mira. En el año 2009 un astrónomo, Bob Berman, escribió que ante estas cosas lo más sencillo era aplicar la «navaja de Ockham», ese método que se estudiaba en la filosofía de bachillerato y que dice que hay que dar más peso a la explicación más simple. Lo más sencillo en este caso es recordar lo que nos enseñaron de química en el colegio y aceptar el hecho que las estelas son cristales que se forman con el vapor de agua del combustible de los aviones.

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En cuanto a los programas de modificación del tiempo -ya sea quemar yoduro de plata en el suelo y dejar que suba a las nubes, o esparcirlo desde arriba con avionetas- son acciones puntuales y además solo pueden hacer que llueva un poco más si ya iba a llover. No sirven de nada ante un cielo despejado (no pueden crear nubes) y está por ver cómo son de eficaces en otros casos. En lo que se refiere al granizo, los intentos de sembrar nubes para que las piedras sean más pequeñas han tenido un éxito muy limitado. Nada que hacer contra una tormenta de granizo extensa como la que ha caído en el valle del Ebro, o la que cayó en Madrid hace unas semanas.

En resumen, nada de nada. Ni por un lado ni por el otro. Atenerse a lo que decimos los que nos dedicamos a esto y a la explicación más sencilla es mucho más sensato que sostener que existe una conspiración de cientos de miles de personas (pilotos, personal de los aeropuertos, científicos, etc.) que por alguna razón se concitan para perjudicar a la humanidad en favor de unos superiores desconocidos. En mi negociado, la universidad y la ciencia, estas cosas dan mucha risa. Solo quien no ha estado nunca en un consejo de departamento universitario, o en una junta de facultad, puede creer que un grupo de científicos serían capaces no sólo de estar de acuerdo en algo (mucho menos en una conspiración), sino en guardar el secreto.

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